miércoles, 22 de diciembre de 2010

Mantra de Navidad


Despierto con la cantinela desenfadada de la Navidad mas venturosa; he abierto los ojos oyendo el mantra gozoso de los niños del Colegio de San Ildefonso de Madrid.

El 22 de diciembre esta presidido en mi recuerdo por una suerte de oración complacida, el “sortilegio” de las voces infantiles como si arañasen la fortuna. Y esa voz, ese clima, ese talante, nos acerca a un sentimiento de empatía que nos mueve a celebrar sinceramente la dicha de unos desconocidos a los que la suerte ha premiado gratuitamente con la benignidad de unos billetes y la pródiga munificencia de los Reyes Magos. Un pequeño tesoro en ocasiones, que no nos permite pese a todo, sentir envidia ni degradar nuestro altruísta contento ajeno, con la codicia envilecedora o la miseria de la envidia. Por un día, se opera el milagro de compartir el alborozo de la fortuna de los demás como alegría propia.

No diré que no haya excepciones, porque hay de todo en la viña del Señor. Pero el alborozo que se percibe en el aire como un perfume, habla con diáfana elocuencia del sentir que lo impregna todo.

Son las 11'20 del 22 de diciembre de 2010 y los niños acaban de cantar El Gordo. Y recuerdo que muchos años, tal día como hoy, viví el contagio de esa alegría, la emoción de esas historias, la lágrima por un capricho que puso, por fin, la mala fortuna del revés. Y me dieron también noticia de suertes que sembraron infortunios, de lazos que se quebraron, de dichas que se perdieron, de familias que se rompieron para siempre. Pero eso no fue culpa de la Loteria de Navidad, sino de la semilla que hizo crecer el diablo en los resquicios infectados de los buenos sentimientos y los propósitos nobles. Parece que en todo lo hermoso, ponemos la simiente del infortunio. Pero eso es la vida. Y yo les hablaba de Magia; les hablaba del milagro de un día que nos permite soñar que hemos renacido, que la existencia tiene segundas partes, que se pueden enmendar todos los errores y que hemos obtenido la gracia de ser felices para siempre. ¿Y no es eso la dicha, aunque sea necesariamente breve?

Nadie ha dicho que la felicidad sea duradera. Probablemente sería “insufrible”. He descubierto que tenemos mas capacidad para sufrir que para ser dichosos, y he experimentado el dolor del gozo duradero. La felicidad, como la eternidad, no se asientan en el tiempo: no son cosa de extensión sino de intensión. Uno y otro son agudas punzadas de un momento como nos hizo intuir en el éxtasis de la Santa Teresa la genialidad de Bernini

Algo ha perdido, sin embargo, la salmodia relajante del mantra de Navidad. Ha perdido el silencio. En lugar de dejar la limpia voz de los niños cantando, con unas breves noticias del locutor a media voz, el horror al vacío llena de vocerío el silencio, sin venir a cuento, para opacar aquella alegre cantinela que esta desapareciendo.



Darío Vidal
22/12/2010


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