Una niña de seis, de siete años, me mira con desolación desde la realidad lejana de una foto, desde un mundo despiadado que parece fingido, allá donde se acaba el Mediterráneo. Lleva en los brazos a su muñeca muerta, cubierta de “sangre” y amortajada con el blanco sudario de hilo con que los palestinos envuelven a sus muertos descubriéndoles apenas el rostro. Y la niña la vela con los ojos agrandados por el miedo.
Los niños que no se han entontecido ante las adormecedoras pantallas todavía, juegan ensayando la vida que ven a los mayores. Y este cachorrito humano, este tierno proyecto de muchacha, ve seguramente todos los días varias veces, el triste cortejo fúnebre de algunos de los vecinos de su barrio entre gritos, chillidos, lamentos, oraciones y denuestos. Eso si ella misma no ha asistido al duelo de una persona a la que quería, rota por la metralla israelita. Lo que no se sabe es qué preferir puesto que el destino la ha puesto en tan atroz escenario, si inclinarse por desear que no se entere la pobrecita, o celebrar que el terror de la guerra le rompa las costuras del alma y su propia naturaleza haya hallado recursos para liberar su angustia con el “psicodrama” espontáneo del entierro de su juguete.
La niña –Miriam Fatma, Aisha, Namiya-- exhibe la mirada triste del duelo repetido, la pena de la muerte que acaso le ha negado ya la prometida juventud cercana. Una pubertad nada prometedora porque los hombres no desean sino venganza. Y alguien puede venderle incluso la idea de su inmolación como una ofrenda a Dios capaz de dar sentido a su existencia, para vestirla de muerte y explosivos. Y de metralla que acuchillará su carne y tronzará su cintura como la muñeca tiznada de barro y “sangre” que ahora lleva no se sabe adónde, exponiéndola como una ofrenda tiránica a Moloch, a Saturno o a Satán.
Quién sabe si la impiedad con los indefensos no armará contra los judíos la implacable mano de Yahvé
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