lunes, 26 de enero de 2009

¿QUEDA ALGUIEN?

Al asomarse a la cubierta atemporalada de la ciudad barrida por el viento, se siente el impulso de gritar si queda alguien, movido por el humano impulso de hacer algo, de echar una mano, de ayudar a quien pueda estar necesitándolo, viendo los árboles desgreñados echando un pulso denodado con el duro temporal de Poniente, catalogado por los meteorólogos como una “ciclogénesis explosiva” como la que mandó a pique a la Armada Invencible.

Y ante la desolación del paisaje agitado y desierto, encendemos la radio para averiguar si sobrevive alguien, con la convicción de que lo que realmente importa es el fuego, la centella, el turbión y el huracán. Y que el resto son trampantojos de la realidad inventados por los hombres para transitar por la vida angustiados en cada momento, distrayéndose del instante final.

He oído toda la noche legiones de diablos contendiendo en la terraza mientras intentaban penetrar en el dormitorio arañando las persianas que bajé a los primeros embates, lanzándose unos a otros las macetas y las sillas de jardín que intenté rescatar sin éxito cuando un zarpazo me arrojó contra la barandilla y puso en desorden toda la estancia, lo que hizo que me aplicase un saber aprendido en Ecuador y me acogiese al refugio del hogar. Dicen allí: “Mejor es que digan aquí huyó que aquí murió' ”.

Pero al comienzo no había manera de conciliar nuevamente el sueño temiendo los destrozos y recordando a los pescadores gallegos y cántabros por fortuna en puerto, a los conductores de camiones y a los agentes de la policía y la Guardia Civil de servicio y acaso en peligro, hasta que, notando preocupada a mi perrita que miraba fijamente sin separarse de mí por temor a perderme desde que quise actuar de bombero, me apliqué otro saber de las sensatas muchachas del Pacífico: “Si teme ser violada, intente huir pero no oponga resistencia que puede ser peor; si juzga inevitable el trance, sencillamente relájese y disfrute”. No llegué a tanto, porque me dormí.

En otro tiempo hubiese estado temiendo por la suerte de un velero que ya vendí, y a estas horas habría llamado a amigos y conocidos para que me diesen cuenta de los desperfectos si no me podía escapar. Años atrás sufriría la misma aprensión por los tejados de mi casa rural. Hoy no me incumbe más que el techo que me cobija y poco más. Con el paso de los días, se descubre que la prédica de los sabios sobre la austeridad es cierta, aunque no nos decidamos nunca a despojarnos del equipaje.

¿Queda alguien? Avísenme si me necesitan. Pero en caso contrario déjenme gozar del ulular del viento o el silbo de la brisa, y consientan que escuche con sosiego el crepitar del fuego en el hogar, “ni envidioso ni envidiado” como deseaba fray Luis de León. Ya vendrán días en que hayamos de saltar del sueño a la vigilia con la conciencia del peligro.


Cuando escribía esta broma para ustedes creyendo que la alerta era un poco desmedida y gratuita, ha saltado la noticia de esos niños muertos y heridos por el viento bajo el techo de un polideportivo de Sant Boi. Elevo por ellos mi plegaria contrita, pues, como decíamos más arriba, los argumentos de la Naturaleza son los únicos verdaderos, justificables e inapelables, incluso para dispersar en el océano la flota de la Ocean Race.



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