Cuando la pleamar de los pintores abandona nuestra playa, nadie sabe dónde está nada. Y entonces comienza una fase apasionante: la afanosa búsqueda de los objetos huidos, mientras aparecen otros extraviados antes para desvanecerse de nuevo. Faltan cosas en algunos sitios y se amontonan en otros, pero el caso es que no sabemos donde está lo que queremos. Tal vez un día, cuando estemos en otra parte, alguien encuentre aquel folleto minúsculo sobre la fabla bajomedieval en el Valle de Hecho, la delgada carpeta con apuntes para un libro y cierta foto evocadora del primer viaje a Praga que otra vez busqué sin éxito: efectos sin importancia alguna; cosas sin precio que no tenían valor más que para nosotros pero que ya no volvimos a encontrar en la vida; fragmentos del existir que quedaron sepultados en espesos estratos de papel lejos de su contexto, porque los pintores y las corrientes de aire, sumados a tantos dasplazamientos y tan febril ajetreo, barajaron las fotos, los papeles, la correspondencia, los artículos y los recuerdos.
La inundación y el fuego, sin embargo, tienen la componente fatal de lo irreversible que puede constituir, más allá del temor y la angustia del instante, un inapelable argumento para la resignación, en tanto que el extravío de un documento cuya desaparición física no puede certificarse es una fuente inagotable de desazón y angustia. No cabe alimentar ninguna esperanza hacia un cadáver o una tesis doctoral calcinada por el fuego, pero un papel perdido es como un desaparecido en combate, algo que puede aflorar inesperada y acaso inoportunamente al cabo del tiempo. Tenemos ejemplos en la Contienda y en “los niños de la guerra” que viajaron hacia Rusia desde la República Española, algunos de los cuales, fallecidos los suyos con los años, no han querido ya regresar.
La desaparición de nuestros pequeños bienes objetuales seguramente no es culpa de nadie: ni nos los han “distraído” los pintores ni los hemos arrojado a la basura nosotros. Se trata en ocasiones del misterioso metabolismo de Gea, que atomiza la materia convirtiendo en polvo los palacios, los grifos de las fuentes y los carros de combate. En este caso se trata de que los pequeños objetos, los libros, lo papeles y los “souvenirs” tienen su punto de orgullo, su voluntad, su dignidad y, sobre todo, alas. Tienen alas.
Los bienes de mayor entidad son cosa distinta y no conozco a nadie que haya perdido un edificio, una agencia de publicidad, un caballo de carreras o una capilla románica; pero las cosas pequeñas son tremendamente puntillosas y vengativas. Y son, sobre todo, las que más nos acompañan y deleitan. A mi me gustan sobremanera una pipa Ropp de brezo que ya no puedo fumar, un sombrero hongo que me regalaron mis hijos y no me conviene ponerme y una capa española que no oso mostrar para que no me digan loco. Y son estas cosas precisamente las que temo perder estos días. No el coche.
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