domingo, 16 de mayo de 2010

Desvergüenza e impudor


Cuando se asocian la desvengüenza y el impudor --que son lo mismo pero no--, es posible asistir a los espectáculos más indecentes que quepa imaginar, porque no importa recurrir a las trampas más burdas y descaradas, como aquella de negar el delito y luego estar tan poco seguro de la inocencia propia como para recusar al juez, o intentar huir despues como los cacos, pero naturalmente con una añagaza mas o menos imaginativa, porque los famosos no pueden tomar un vuelo y aparecer --o desaparecer-- súbitamente en las Islas Caimán.

No exijo a nadie algo que yo no pueda hacer y estoy lejos de obrar como aquel loco de Sócrates, que tuvo la elegancia de rechazar defenderse del cargo de Impiedad porque, como los acusadores eran mayoría, hacerlo habría supuesto desautorizar a los represenantes de la Ciudad. Aunque eso sea plegarse noblemente a una Justicia dudosamente justa.

Sería ocioso y vano esperar esa virtud heróica. Pero reclamo de los personajes que se exhiben en el foro de la “res pública” el compromiso de la ejemplaridad y un comportamiento no solo ético sino también estético. De manera que defenderse utilizando una falsedad, es un modo superlativo de prevaricación. La opción más abyectamente blasfema de perpetrar un sacrilegio eligiendo la profanación.

No voy a encaramarme en las cimas de la Moral para demandar un esfuerzo de decencia a los individuos que se postulan como dirigentes de una comunidad, pero es imposible la regeneración de las gentes si no se miran en el comportamiento de los más eminentes. Tampoco me adentraré en las simas de la Teología si sugiero que la actividad humana tiene una honda componente religiosa más allá de dogmas y misterios, y que a la recta actuación reclamada como mérito (“sacra facio”), se opone la actitud blasfematoria que reniega de lo Justo. De ahí la áspera tensión bipolar entre sacrificio y sacrilegio.

A nadie extrañará que cuando el comportamiento de alguien parecía tan meritorio a tantos, muchos le pidiéramos que tuviese cuidado, que no rebasara los límites de la humana prudencia ni sobrepasara lo exigible. Hacer arriesgadamente tantas “cosas sagradas” no podía ser empeño de este mundo, y el mundo entero sacralizó al “juez que veía amanecer”. Ni el Sagrario ni la Logia daban explicación a un comportamiento tan meritorio y desusado.

Mas poco a poco la abnegación pareció tener otra lectura, las acciones a resultar arbitrarias o injustas y, aunque nadie le tiroteó en una esquina, todos vimos morir al hombre que veía amanecer.


Darío Vidal
16/05/2010

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