domingo, 18 de julio de 2010

La Convalecencia


Su Majestad el Rey acudió a un acto oficial, cuatro o cinco días después de que los médicos se le llevaran un sonrosado trocito de liviano, que es como antes hubieran llamado los “menuderos” de los Mercados de Abastos, a los despojos, menuceles, menudos o menudillos: una pizca de parénquima que convivió con el Monarca tantos años como había durado su relación hasta aquel día. Y ello sin una disensión, una queja, una mala cara ni un reproche, aunque resultó albergar un cáncer insidioso y taimado, por fortuna benigno.

(Por cierto que una institución biempensante y perfectamente inútil. está considerado cambiar de nombre al viejo “cáncer” de los romanos, porque, a su juicio, constituye una groseria referirse a esta dolencia hasta hace poco sagrada, sin el respeto debido. Vamos, que es como si un parvulillo le espetase un “culo-pedo-caca-pis” con intención perversa)

José Tomás el Torero --dicho así, con mayúsculas y toda reverencia--, hizo un alto en Aguas Calientes (Méjico) para decidir si se quedaba allá a morir, o “se regresaba” para echarle otro tiento a la muerte y ver si era capaz de ceñirse un poco más. Pero tampoco hubo lugar para la convalecencia.

Y al poco, echó a correr Dani Pedrosa con su ágil corcel mecánico, sujetando de la mano herida, la brida, tan frágil, tan pobre y tan doliente que se le pudiera considerar mas que descarnada, des-encarnada y hecha puro espíritu o espectro de esqueleto. Pero el calendario de la competición manda y no hay tiempo para el regalo y la molicie. Válganos el Cielo: otro sin convalecer.

Mas entre los que sobreviven –tan pocos ya al cabo de los años-- no iba a arredrarse en la porfía Jorge Lorenzo que llevó un tiempo el esqueleto de sus pies “in púribus”, como las esculturas del barroco en los museos castellanos que nos estremecían de muchachos, cuando no habíamos echado callo en las manos ni bigotes en el bozo, y nos mostraban crudamente en el Tesoro de la catedral de Valladolid la representación de las Postrimerías (Muerte, Juicio, Infierno o Gloria) con aquel prurito de miseria y agonía con que pretendían enseñarnos a malvivir y malmorir, como monjes frugales, sufridos penitentes, y audaces caballeros, capaces de escalar los Andes, explorar el altiplano y peregrinar por las florestas amazónicas infestadas de caimanes taimados y sigilosas anacondas. O, más llanamente, navegar a rumbo, sin agua ni comida, por los peores océanos, haciendo firme al torso la jarcia de los galeones, y gobernando con poco más que el ánimo, para, aunque exangües, arribar allá donde nadie lo había logrado.

Como Jorge Lorenzo, corito y mondo por la abrasión abrasadora de sus tobillos en el Circuito de Shanghai, donde tenía que ser cabalgado y descabalgado de su montura, por los mecánicos, y llevado en brazos al “pitt-lane” porque no era capaz de sustentarse en pie, con sólo huesos y nervios envueltos en trapos para dar armazón y relleno a su mono de carreras. Pero tampoco tuvo oportunidad de dejarse convalecer.

La prisa no sólo nos ha arrebatado el sosiego, acercado al infarto, avecindado al prurito nervioso o al estrés, y prescrito los ansiolíticos y el “Prozac”, sino que nos ha enseñado también a vivir y morir con turbación, que es una de las formas más miserables de pobreza. Se acabó aquello de dejar que un cristiano muriese con sosiego, porque la desazón y la incertidumbre han alejado la paz de nuestra existencia.

La dulce vacación después de la contienda, a que nos daba derecho el enfermar mientras nos reponíamos con “sopitas y buen caldo” ; aquel respetuoso sosiego religioso que se merecía cualquiera doliente por el hecho de serlo, es ya pura recordación. Ni Jorge Lorenzo, ni Dani Pedrosa, ni José Tomás se han concedido al parecer un paréntesis. Ni tampoco Valentino Rossi, accidentado el lunes 5 de julio de 2010 con una fractura grave de tibia y peroné en los entrenamientos libres de Mugello, y que se ha puesto a rodar por sorpresa a solo diez días del percance.

He estado ocho días ingresado en el Hospital por un accidente que no viene al caso, pero no me han dado ni uno solo para recuperar el vigor perdido y la marchita lozanía --es un suponer--, porque no hay tiempo para convalecer. Más aún: los pacientes de mi planta fueron licenciados apresuradamente, por alguna causa relacionada con el verano.

Pero lo peor estaba por llegar de sobreparto: una cotilla conocida y laboriosa se llegó a advertirme que si el ladrillo que podía haberme dado en la cabeza llega a cumplir su proposito criminal, no habría tenido mas remedio que querellarse contra mi. Y aunque el ladrillo que pretendía herirme no paso de ser una resilla que se había despegado del suelo de la terraza, su advertencia me dejó con cuidado.

Y doy gracias a la Fortuna, ya que la piadosa dama es de comunión diaria y de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Pero, si no quiero tener un disgusto, mañana mismo tendré que ir a por un saquito de cemento rápido con que fijar la cerámica y regresaré a la dura porfía cotidiana.

Así es que, ese otro azar habrá alejado la concupiscencia de la apetecible convalecencia, y de paso, la dañina tentación de la molicie.


Darío Vidal

17/07/2010

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