El Estado no puede rebelarse contra el Estado. Eso sería tan monstruoso como que los congresistas se declarasen en huelga de brazos caídos o el Gobierno decidiese iniciar una huelga de celo. El poder judicial, como el legislativo y el ejecutivo constituyen la trinidad del Estado democrático de Derecho. El Ejército no tiene la misma relevancia y sabemos la opinión de nos merecen las asonadas, tan frecuentes en otro tiempo.
Pero además esa iniciativa desnortada acredita -o desacredita- a sus inspiradores al proletarizar la manera de protesta optando por los recursos de presión de los trabajadores del metal, es un decir. Los obreros anónimos de las acererías, de la construcción o de los transportes, no tienen otro modo de hacerse oír que amenazar con paralizar la actividad económica y ser visibles en las calles. Sin embargo, los jueces no son trabajadores sin recursos ni poder, sin identidad ni relieve. Los jueces, que meten en vereda a los gobernantes y a los gobernados y entienden de lo divino y de lo humano con una impunidad quasi-divina en este país, no pueden apelar a los métodos de los colectivos sin voz. Convocando la huelga, son ellos los que rebajan su condición. ¿Cómo pueden apelar a la coerción corporativa unos ciudadanos cuya veneranda ocupación consiste en ponderar, argumentar, aplicar e interpretar las Leyes y en utilizar la razón y la sutileza dialéctica para juzgar con equidad? ¿No tienen otro modo de comunicar su inquietud y sus carencias a la sociedad? Pocos recursos intelectuales parecen atesorar sus señorías.
Un estamento tan respetado como el de los médicos, depositarios del saber y los recursos mágicos de la curación, comenzaron a perder su prestigio secular con las huelgas reiteradas que los rebajaron a meros “trabajadores de la salud” como otras se denominaron “trabajadoras del sexo”. La respetabilidad tiene sus servidumbres. Antes, el médico pasaba varias veces por el domicilio del paciente para seguir su evolución y saltaba del lecho cuantas veces le llamaban, cargando sobre sí toda la responsabilidad del fracaso. Ahora los médicos no ejercen aquel, tal vez, trasnochado sacerdocio que les impelía, como a Don Miguel Leal o a Don José Arcas, a llamar a casa del doliente desde el cine o la tertulia para preguntar cómo seguía. Ahora los médicos a tiempo parcial nos advierten de llamar a urgencias si el enfermo empeora por la noche o de que avisemos al de guardia si es domingo. A cambio de esa inhibición que ha roto la confidencialidad, el secreto y el misterio, muchos sanitarios son perseguidos a gorrazos por el hospital y han tenido que ponerles guardas en las salas. Y ahora les protegen por decreto, con el rango de “Autoridad”, como a los pobres profesores que Dios ampare.
Temo que los jueces hayan iniciado el mismo camino.
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