El conflicto judeo-israelí es una mecha que encendieron los ingleses en 1917 y estalló en mayo de 1948 cuando proclamaron el Estado de Israel para encubrir la desastrosa descolonización de Palestina.
La Declaración Balfour por la que la Gran Bretaña reconocía en las postrimerías de la Gran Guerra el derecho de los sionistas a establecer un Estado judío en Palestina para congraciarse con las comunidades judías de Europa, iba a empezar a pagarse muy cara después de tres décadas de esfuerzos para echar a los británicos de Tierra Santa y empujar luego hacia el mar a los musulmanes que vivían en el territorio desde tiempo inmemorial.
Entre yihads e intifadas los dos pueblos semitas han trenzado una red de agravios, rencores, venganzas, odio y deudas de sangre, que cada vez los aleja más del comportamiento humano. Sobrecoge acercarse al abismo de crueldad en que se han precipitado, y desazona e inquieta que esa lucha de hermanos se desencadene en torno del mismo Dios --el Único, el Misericordioso--, ante la mirada indiferente de los cristianos, también hermanos y tributarios de la Biblia.
Claro que Dios es solo una coartada. Tal vez la más repugnante de la pugna entre los hombres.
Esas tierras humanamente absurdas, entreveradas de desiertos estériles, tristes pedregales abismales, y culpas irredentas como sus amargas aguas interiores, constituyen la irónica Tierra Prometida para dos pueblos que han perdido la razón a fuerza de perder razones. Uno y otro han utilizado las minorías fanáticas para sus propósitos más inconfesables. Pero mientras los judíos han aportado al mundo la vanguardia del saber y la ciencia, junto a sus pintorescos ultraortodoxos negadores de la maleabilidad de la vida que renueva nuestras células cada mil días, contradiciendo al perspicaz Heráclito, con el propósito de momificar el fluir gozoso del río para hacer eterno lo mudable, parece que el lastre del Islam ha sido siempre la tensión hacia el inmovilismo, la cerrazón mental y la persecución del pensamiento hasta su aniquilación, si se exceptúan algunos periodos como el de los Omeyas, sabios libadores de culturas preislámicas.
Tal vez sea eso lo que ha impedido a estos ponerse al paso de los tiempos. La Hégira que acaba de completar hace solo unos días sus 1424 años (como la era mosáica los 5768 y la cristiana 2008) parece revelar la distancia que media entre unos y otros tiempos.
En el 1424 de la Era Cristiana, que es la edad que acaba de cumplir la Hégira, año arriba año abajo, una campesina francesa llamada Juana de Arco levantó con una pequeña tropa el asedio inglés del campamento de Carlos VII en Orleans y lo hizo ungir rey de Francia en Reims; Aragón y Navarra luchaban contra Álvaro de Luna; Alfonso V sometía a los rebeldes sardos y era proclamado Virrey de Nápoles; el emperador bizantino Manuel II Paleólogo abdicaba en su hijo Juan despechado por las vacilaciones de los europeos para ayudarle contra la presión de los “osmánidas”, y los “hussitas” contra los que el Papa Martín V había predicado una Cruzada porque propugnaban la pobreza evangélica de los eclesiásticos, derrotaban a los ejércitos imperiales alemanes mandados por Juan Ziska.
Si observamos desapasionadamente, podemos identificar en el siglo XV europeo idénticas banderías, la misma “clerigocracia”, parecidas intromisiones de la religión en el ámbito de la política, e igual inclinación al anatema aunque las “fatwas” pontificias recibieran otros nombres como el piadoso de Cruzada, sin redimirse de un precio oneroso de sufrimiento y de sangre. Vean y juzguen lo que todavía le queda por andar al Islam a estas alturas. Si bien no quede mucho margen para la esperanza porque tiene siempre vuelta la faz hacia el pasado. Basta con repasar la propia Historia.
Tarik pasó el estrecho en 711 con poco más de un millar de hombres; un año después Musa ibn Nusayr cruzó con cosa de diez mil sin hallar resistencia en la declinante sociedad gótica. Los musulmanes gobernaron sin arrogancia y con prudencia de modo que la sociedad receptora y la advenida aprendieron a convivir como vecinos. Pero esa mutua tolerancia y el enriquecimiento de sus correligionarios al otro lado del mar parecieron sospechosos a los integristas fanatizados del Sahara, que apodándose significativamente”Los consagrados a Alláh” (“Almorávides”) lanzaron una nueva oleada a las órdenes del faquí Abdalláh ben Yassim bajo la autoridad del sultán Yusuf ben Taxfin.
Apenas setenta años después, ya en el siglo XII, las tribus más fanáticas, incultas y salvajes del Atlas ventearon algún tufo de tolerancia, molicie e impiedad en los pioneros y “Los unitarios” (“Almohades”) acudieron para restituirles al redil con Mohamed ben Tumart, hasta que el 16 de julio de 1212 fueron derrotados por los cristianos en las Navas de Tolosa.
Pero años después, la dulzura de Al Ándalus, el refinamiento y la cultura arábigo-cristiana andalusí había abierto camino al entendimiento, lo que movió a los “Benimerines” a invadir nuevamente la Península entrado el siglo XIII para castigar el “revisionismo desviacionista” de los moros de España y poner las cosas en su sitio, esto es de espaldas al futuro. Tuvo que acudir en su auxilio el rey cristiano Jaime I de Aragón, quien los venció en las campañas de Levante de 1224 y 1238 para preservar al propio islamismo ilustrado de los integristas “yihadistas” montaraces.
El miedo a la intemperie de los hijos del desierto, revestido de vocación de inmanencia, frustró muy probablemente un asentamiento mas fructífero en España.
Con todo, lo peor es que la mayoría de los mahometanos siguen alimentando sus temores y negándose a la inteligencia. Tampoco hacen alarde de la sutileza que les caracteriza, cuando menos en las fabulaciones y los libros. Pero lo grave para ellos es que siguen combatiendo con piedras a los tanques despiadados del ejército más moderno de la Tierra. Y lo malo para todos es que ni judíos ni musulmanes han aprendido nada en tantos años.
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