sábado, 14 de febrero de 2009

CIENCIA Y SUPERSTICIÓN

La piedad de los creyentes llama Dios a todo lo que todavía desconoce, del mismo modo que la arrogancia de los racionalistas tilda de superstición a cuanto no sabe explicar. La verdad debe estar, como siempre, en el término medio. Pero cuando se cumplen dos siglos de la brillante intuición de Charles Robert Darwin, evolucionistas y creacionistas siguen tirándose los trastos a la cabeza. Unos nos dicen que la herencia genética del hombre no coincide mas que en un 86 por ciento con la del chimpancé --¡solo faltaría!-- mientras que los otros suponen que un ser tan sublime y singular como el hombre --¡menudo animal!-- tiene que ser descendiente directo de Dios.

Un profesor de Bioquímica de cierta universidad barcelonesa me refirió una historia que ilustra ambas actitudes. Su madre nació “ciega” en un pequeño pueblo de Andalucía y recuperó la vista gracias a los consejos de una comadre. (La cosa, como ven, ya huele a brujería) Sucedió que la anciana, después de pasar varias veces por la casa y lamentar que a una criatura tan bonita le aguardase un destino tan adverso, le dijo a la abuela que, si juraba guardarle el secreto, podía darle el remedio para que recuperase la vista. Aceptado el compromiso, pusieron ambas manos a la obra y durante “una novena” fueron a un cañaveral en la alta madrugada a cortar cañas jóvenes para estar de regreso antes de que amaneciese. Metían en un caldero los trozos de caña –no recuerdo la cantidad-- y los cocían mientras rezaban creo recordar que tres credos. Con el agua de la cocción, se aplicaban ambas a bañar repetidamente los ojos de la niña en el silencio del amanecer hasta que se enfriaba. Entonces tiraban el agua y las cañas, y al día siguiente repetían la expedición con idéntico sigilo. Así durante nueve días. Y, poco a poco, el bebé comenzó a seguir con la mirada la llamita del candil.

Ahora que aquella niña tiene nietos, sigue repitiendo que gracias a una comadre de su pueblo ha podido ver. Pero nunca reveló su nombre. Y los hijos, todos talludos, instruidos y universitarios, acallaban la historia hasta ahora, tal vez vencidos por el pudor de su origen rural. Pero poco antes de que el menor de ellos me confiase esta historia, fue testigo de un hecho que puso en cuestión la antinomia ciencia-superstición. Asistió a un congreso de médicos, químicos y biólogos en el que uno de sus ponentes expuso un hallazgo estupefaciente. Se trataba de un antibiótico con múltiples aplicaciones en Oftalmología y muy eficaz contra las infecciones oculares neonatales.

Se trataba de una sustancia localizada en la telilla blanca existente en el interior de los entrenudos de las cañas jóvenes, que se activa únicamente por la noche para evitar que la humedad las dañe, pero que se neutraliza en las horas de luz. Ahí radicaba lo de regresar a casa y hervirlo todo antes del amanecer porque lo de la novena y los credos eran puros controles de tiempo. En cuanto al juramento y el sigilo eran hijos del miedo: podemos imaginar lo que significaba en el medio rural, aún a comienzos del siglo XX, que una mujer -o dos- abandonasen el pueblo cuando ya todo el mundo dormía, para volver con un hato, ver salir humo de su chimenea y oír luego el llanto de un niño.

Unos hablarían de milagro y otros de brujería, pero nadie se hubiera parado a pensar en quien transmitió su conocimiento a la generosa anciana y quien dio con él hace mil años.


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