domingo, 15 de marzo de 2009

RELATOS DE ESPÍAS


No sabemos qué hay de cierto en la rocambolesca trama de espionaje entre dos facciones del PP, aunque ha sido comparada con la “TIA” y las trapacerías hilarantes de Mortadelo y Filemón. Parece obvia la enemistad sonriente que inspira las relaciones entre Ruiz Gallardón y Esperanza Aguirre, alcalde de la Villa de Madrid y presidenta de la Comunidad respectivamene. No sé, pués, qué novedades nos podrían traer unas pesquisas más dilatadas, aunque los populeres las hayan dado por concluidas. Es posible que quieran abreviar no tanto para evitar revelaciones sensacionales como para escapar a la rechufla general, porque los supuestos espías han sido de una negligencia, una ineficacia y una chapucería desternillantes, dando testimonio de reuniones que nunca existieron, de viajes que no se hicieron, de contactos que no se efectuaron, y de presencias que jamas se dieron porque el espiado se hallaba en otra ciudad.

A don Baltasar Garzón, paladín de la caballería andante motorizada del Siglo XX –no sé si del XXI- que empieza con mal pie­­ no ha habido que ponerle espías porque un ciudadano le ha bajado los pantalones con una querella por prevariación contra la que no ha hallado mejor defensa que argumentar que lo de cobrar por dos conceptos sin declararlo al Estado, que es su “patrón”, no lo había hecho “de mala fe”. Naturalmente que no: se había metido en el bolsillo veintiseis millones suplementarios con la mejor intención del mundo. Ya lo creo.

Pero es inaceptable que una persona instruída, abogado por mas señas y juez, el
superjuez Garzón ­­”El hombre que veía amanecer”­­ pretenda simular ignorancia con gesto ingenuo. Me siento profundamente estafado por alguien al que durante tanto tiempo creí, y nunca le perdonaré que me haya privado de la ilusión de ver en él un héroe y de creer, a pesar de todo, en la Justicia.

Sin embargo, al que al parecer le han sobrado espías y amañadores de mentiras es al supuesto único culpable de los atentados del 11­M, el pobre Jamal Zougham, condenado a 40.000 años de prisión, quien sin estar en el lugar de los hechos, fué imputado por el testimonio de tres testigos –todos conocidos y todos indemnizados­­ que le vieron cada cual en un vagón distinto en el momento de la explosión. Pero los fiscales y los jueces parecían tener mucha prisa por cerrar el caso y rechazaron incluso a varios testigos discrepantes. Lo alarmante es que eso no ocurrió en un proceso ante el tribunal del Santo Oficio sino aquí y ahora, con las supuestas garantías del Estado de Derecho. ¿Qué hubiera sido de Zougham de ser juzgado en un Estado islámico?

Aunque no fuera más que por eso, y dejando aparte la dignidad sagrada de la vida, la pena de muerte sería siempre perversa y rechazable. Pero conviene extraer de esta experiencia algún beneficio colectivo y comprometernos siempre a alumbrar la verdad en tantos sucesos sombríos.

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