Recuerdo que un hombre del campo me decía, en los albores del estallido turístico, que por el pueblo se acercaba mucha gente que hablaba en “extranjero”, un idioma no identificado que distaba mucho del que utilizaban los cristianos. Y, al pronto, el recuerdo del campesino membrudo, coloradote y con la boina calada hasta las orejas inspira una conmovedora ternura. Qué tiempos. Qué bonhomía la de aquellos labradores candorosos, dispuestos a brindar alojamiento al desconocido; a compartir los alimentos y la escasa agua fresca del botijo, y a reunir al pueblo para atablar y bachear unos bancales con objeto de que pudiese despegar una avioneta que se había quedado sin combustible y sin aliento tras una dura porfía con la tempestad. “Para eso estamos: para ayudarnos, ¡Que también lo haría usted por mi!” Y uno que venía de la ciudad, sonreía avergonzado porque en ella todos éramos ya presa de todos (“Homo homíni lupus”).
Nada de aquello ha pervivido. Nada salvo la párvula veneración por lo extranjero que denota, mal que nos pese, un pueblerino sentimiento de inferioridad. Así se explica que los astutos creativos (“¡porque usted lo vale!”) y los avispados comerciales esgriman, todavía ahora, como el mejor reclamo para vender un producto industrial, que ha sido manufacturado en Francia, o que “no tiene nada que envidiar” a los hechos en Alemania. De todos modos, el argumento de la envidia en un país tejido de envidias, ha invadido otras esferas y esa comparación humillante puede predicarse de una central nuclear de última generación (¡Dios no lo quiera!), del hospital recién inaugurado, de la planta potabilizadora más moderna, del nuevo teatro de la ópera, de un protocolo para el “despistaje” del cancer de mama, de un procedimiento técnico recién alumbrado, o de un equipo de científicos cuyos logros “no tienen nada que envidiar” a los obtenidos en “el extranjero”.
Por ejemplo a muchos productos farmaceúticos los anuncia, de un tiempo a esta parte, una voz gangosa que además agastra las egués, porque, al parecer, el criterio más firme de credibilidad reside en la extranjería del producto o del que nos lo aconseja; un individuo con uniforme de científico y apariencia de latino no es en absoluto fiable sobre todo si utiliza el español. Pero los que rebasan todos los “estándares” de mentecatez y esnobismo son los expertos (?) en márketing de los perfumistas durante la cresta de la campaña de Navidad, que no se sabe si hablan en Inglés con acento francés (“bay Pacoó Gabannn”) o francés de ningún sitio, o simplemente lo hacen “en extranjero” sin specificar más como el labriego. El portero de mi colegio decía un sábado al comentar la cartelera dominical. “¡Joder: es española y apta para menores, con que calcula!”
www.dariovidal.com
Nada de aquello ha pervivido. Nada salvo la párvula veneración por lo extranjero que denota, mal que nos pese, un pueblerino sentimiento de inferioridad. Así se explica que los astutos creativos (“¡porque usted lo vale!”) y los avispados comerciales esgriman, todavía ahora, como el mejor reclamo para vender un producto industrial, que ha sido manufacturado en Francia, o que “no tiene nada que envidiar” a los hechos en Alemania. De todos modos, el argumento de la envidia en un país tejido de envidias, ha invadido otras esferas y esa comparación humillante puede predicarse de una central nuclear de última generación (¡Dios no lo quiera!), del hospital recién inaugurado, de la planta potabilizadora más moderna, del nuevo teatro de la ópera, de un protocolo para el “despistaje” del cancer de mama, de un procedimiento técnico recién alumbrado, o de un equipo de científicos cuyos logros “no tienen nada que envidiar” a los obtenidos en “el extranjero”.
Por ejemplo a muchos productos farmaceúticos los anuncia, de un tiempo a esta parte, una voz gangosa que además agastra las egués, porque, al parecer, el criterio más firme de credibilidad reside en la extranjería del producto o del que nos lo aconseja; un individuo con uniforme de científico y apariencia de latino no es en absoluto fiable sobre todo si utiliza el español. Pero los que rebasan todos los “estándares” de mentecatez y esnobismo son los expertos (?) en márketing de los perfumistas durante la cresta de la campaña de Navidad, que no se sabe si hablan en Inglés con acento francés (“bay Pacoó Gabannn”) o francés de ningún sitio, o simplemente lo hacen “en extranjero” sin specificar más como el labriego. El portero de mi colegio decía un sábado al comentar la cartelera dominical. “¡Joder: es española y apta para menores, con que calcula!”
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