viernes, 10 de abril de 2009

Semana Santa


He pasado la noche pegado a la radio después de haber vivido mis propias procesiones, oyendo las de Sevilla, y, desde la hirsuta sobriedad aragonesa, me ha desbordado el relato del barroco sentimiento desmedido de los andaluces, como si acabase de descubrirlo.
Quería música para relajarme antes de dormir, cuando he caído en un programa especial de la Ser y me ha dado la del alba sin ser capaz de imponer mi voluntad, presa, contra mi propósito, de lo que estaba oyendo. No eran “jipíos” ni saetas, sino la música estremecida de las bandas inmersas en la emoción colectiva de la gente, interactuando con ella de consuno, participando del misterio y compartiendo el pathos de la calle. No había ningún folklorismo, ni representación, ni concesiones al espectáculo, sino adentramiento del que eran testimonio las lágrimas del pueblo, tal vez incomprendidas desde la distancia o por quienes no estuviesen atentos a la precisa y sabia locución de los periodistas que se conectaban desde los distintos puntos de cada procesión dando testimonio del rumor de los penitentes, del grávido paso de los costaleros con todo el peso del mundo a sus espaldas, de las voces de ánimo y aliento de los capataces y sus órdenes perentorias, ora sosegadas ora imperativas, para mecer a los santos en sus peanas, para avanzar por las estrechas callejuelas, para girar sobre si mismos y para entrar y sacar las imágenes agachados por la angosta puerta de los templos.
Aunque esto no es más que la anécdota. Estremecedora si se quiere, pero solo anécdota; si bien esconde entre sus pliegues una realidad que va más allá de lo adjetivo y nos lleva a la relación interpersonal, los sentimienos compartidos, la psicología colectiva, el misterio teológico y la vivencia humana de lo trascente. Y eso es cosa mas seria, capaz de adentrarnos en el mundo de la Semana Santa, al margen incluso de las creencias. He oido esta larga noche testimonios de agnósticos que se confesaban emocionados ante un fenómeno inexplicable para ellos. No se trataba tampoco de creyentes, gentes piadosas, devotos y “capillitas”, sino de personas corrientes que experimentaban un inefable ahogo de dicha, inexplicable desde la percepción del místico y la intelección del teólogo como fray Tomás de Kempis. Pero eso es para hablarlo y platicarlo otro momento.

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