miércoles, 10 de junio de 2009

EL VUELO QUE NO LLEGÓ


Han pasado tantas cosas estos días que los hechos han sido arrollados por los más recientes en una estratigrafía presurosa. Ha habido juicios, imputaciones a magistrados, escándalos políticos de muy variado jaéz en uno y otro lado, elecciones al Parlamento Europeo, y, antes, un accidente aéreo que se ha llevado 228 pasajeros al fondo del Atlántico. Mas, como la premura de los hechos ha logrado imbricarlos en las fechas, a distancia parece que el más grave, el mas severo, el más inevitable, el más azaroso e imprevisible, ha sido la pérdida en el Océano del vuelo AF 447, desde Río de Janeiro a París, del Airbus A-330-200 de “Air France”. Un desastre más siniestro por la oscuridad que lo tiñe, el misterio que le rodea y el haberse producido más allá de los intereses y las intrigas de los hombres.

Al guirigay que sucede a estos hechos, se suman muchas veces los espontáneos más audaces y desinformados. Un día escuché a un tipo de esos, relatar cómo había ayudado a sacar el cuerpo ensangrentado del conductor en un automóvil accidentado, un loco imprudente que conducia haciendo eses e iba cantando al volante completamente boracho, sin saber que el “cadáver” era yo. Era uno de esos pobres diablos que reclamaba sus minutos de estrellato aún a cambio de urdir embustes, y al que estuve a punto de estropearle la dentadura.

Por fortuna, a esos debates se unen, muy discretamente en general, opiniones sensatas, dictámenes expertos y voces avaladas por la experiencia que ayudan a despejar los enigmas, como la de Pedro Guil, un comandante de “Iberia” que ha contado a los pilotos del Real Aeroclub de Toledo una experiencia vivida hace años en la misma latitud y por muy poco con el mismo resultado con un Boeing 747. Pedro Guil no habla, ni por asomo, de los sensores de velocidad –los llamados “tubos Pitot”-- ni de su posible congelación, sino de un género de “pérdida” en alta velocidad de la que no se puede salir ni dando gas a fondo, cuya posibilidad yo desconocía.

Todo el mundo sabe que la sustentación de una aeronave surge de un compromiso entre la fuerza de propulsión y la fuerza de gravedad. Cuando prevalece la primera, el aparato vuela; si se impone la segunda, sucede como con los avioncitos de papel cuando se les impulsa con torpeza: que se quedan como dormidos y luego se precipitan sin gobierno hacia el suelo como un pájaro herido. Lo que yo no sabía --y otros muchos pilotos no profesionales tampoco--, es que, además de esa pérdida de sustentación por falta de velocidad, puede producirse una pérdida por una elevación súbita de la temperatura con la consiguiente dilatación del colchón de aire, en algunas circunstancias climatológicas, como en las tormentas tropicales.

El comandante Guil, quien en cuarenta años de vuelo no ha vuelto a vivir esa experiencia, tuvo el acierto de desconectar el piloto automático y picar hasta descender 4.000 pies, en vista de que la trepidación y el aumento de la presión en cabina le hizo temer que se partiese el avión y se desintegrase, hasta que, recuperada la temperatura exterior (que había descendido de -48º a -19º), y a medida que se alejaba descendiendo del embudo de succión que tiraba del avión hacia el mar --probablemente por un cúmulo-nimbo en periodo de formación--, el aparato se estabilizó y estuvo en condiciónes de trepar nuevamente al nivel de vuelo que tenía asignado. Pero durante cinco minutos eternos y después de tres caídas sucesivas la máquina estuvo fuera de control.

A partir de ese momento, habrían fallado los inerciales, el horizonte artificial de emergencia, los ordenadores primario y secundario de vuelo, y una serie de fallos eléctricos de la aviónica habrían puesto en marcha los mensajes automáticos por via satélite a la Torre, que son los que se recibieron del Airbus A-330 cuando no era posible ya establecer comunicación desde tierra.

Habrá que esperar respetuosamente el dictamen de los técnicos, pero el juicio de un piloto experimentado como Pedro Guil, que ha vivido una historia muy parecida, si no idéntica, tiene todos los visos de verosimilitud. Entretanto, dejemos que los ignorantes digan tonterías como que “el avión capotó en el mar”.


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