La grandeza del pasado es que no acepta enmiendas y que la crónica que escribimos con nuestros actos, nuestras palabras, nuestros temores y nuestros silenciós –también con nuestra cobardía-- no admite rectificación. No vale ahora que Madrid, Burgos, Sevilla o Salamanca digan que no consintieron, o desearon no haberlo hecho. Conocemos poblaciones muy afectas al dictador que jamas perdieron el decoro solicitando que fuese canonizado. Y de ello no fue tan culpable su perversa vanidad, su anhelo de fasto y su sed de reconocimiento, como la indignidad de los aduladores, los halagadores, los serviles, los pelotas y los viles lameculos que se adhieren a los poderosos como las rémoras, para parasitar al “boss” y alimentarse de sus sobras.
Tan repugnantes fueron los turiferarios y los incensarios nauseabundos de entonces, como viles los que pretenden degradarlo en el patio de armas con el pueblo formado alrededor. Nadie lo derrocó; nadie lo destituyó; nadie lo ahuyentó. Y eso es algo que ha contrariado a parte de este país y ha exacerbado la exigencia de echar cuentas. Pero ya nadie puede cambiar las cosas para bien o para mal. Tampoco alterará nadie nuestro comportamiento: ni el de los que se opusieron a la Dictadura a costa de su libertad y mil penalidades, ni el de los que aceptaron, consintieron y aún se lucraron de aquella situación, algunos de los cuales pretenden mostrar su fervor democrático, a estas alturas, haciendo leña de un fantasma.
Estos son valientes que no necesitamos, inventores que no nos sirven, políticos incapaces de aportar nada nuevo, gestores no aptos para gestionar el futuro porque carecen de fantasía, guías que desorientan porque llevan el rostro vuelto hacia atrás. Son estatuas de sal. Y prometen ser los padres de quienes pretendan rehacer los hechos de hoy, dentro de otros sesenta años, queriendo dar la vuelta a la tortilla cuando la tortilla esté como una suela. Y revisar la trayectoria de Zapatero, la ejecutoria de Aznar y la política de González. Nos sobran enmendadores del pasado.
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