El primero se llamaba como un Santo de dudosa beatitud, que dejó en la estacada al recto, al roqueño y tenaz Benedicto XIII –que no se apeó de sus trece-- cuando entendió que, aislado en el castillo de Peñíscola como una metáfora de lo imposible, abandonado incluso por sus leales desleales, y lentamente envenenado por sus servidores, aquel papa no iba a llevarlo al Vaticano que es donde quería hacer carrera y medrar, después de haber hecho méritos persiguiendo judios y predicado contra los descendientes de los conversos como él, para labrarse una aureola de piedad como si Dios no fuese el mismo, al margen del nombre que le den los hombres.
A este otro Vicente Ferrer del siglo XX, el verdadero, el Santo, le han rezado y le tienen por suyo budistas, cristianos, musulmanes, sintoístas, animistas y creyentes de muchos credos, que le llamaban “nuestro dios vivo” aunque no hacía proselitismo de dioses domésticos, ni apostolado verbal, ni blandía el hisopo asperjando agua bendita, sino que se derramaba generosamente entre los menesterosos dando testimonio de una entrega amorosa a sus prójimos, que eran todos para él porque eran hombres, y no solo algunos bautizados que tenían pasaporte para el Cielo.
Entre los siglos XIV y XV, zarandeada por el cisma de Aviñón, la Iglesia dió la espalda a aquel papa / antipapa Luna, íntegro, piadoso y recto, que no se avenía a componendas ni comerciaba con la verdad, y ahora se la ha vuelto a este jesuíta de vida transparente, tal vez porque abandonó la Compañía de Jesús. Acaso dentro de quinientos años los rehabilite a ambos como ahora pretende con Zwinglio. Siempre tarde.
Menos cicatero ha sido el Estado con Eduardo Puelles, ese valeroso servidor que se erigió en ángel guardián de la buena gente en su asendereada tierra vasca y se quedó a vivir toda la vida en el barrio en que había nacido, sin ostentar pero sin ocultar su condición con una gallardía que intimidaba a los asesinos, hasta que decidieron acabar finalmente con un testimonio que les humillaba. Ambos dieron esperanza con su testimonio, desde la santidad y el heroísmo que acaso son la misma cosa.
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