viernes, 13 de noviembre de 2009

El aroma del viento


No sé si ustedes lo han percibido, pero el ventarrón agreste de estas jornadas nos ha traído los viejos aromas de la infancia. El vendaval nos dio cita con la vida después del divorcio de nuestros sentidos con el mundo sensorial. Hasta el mar parece haberse ausentado del olfato si descontamos la pungente evocación genital del Cantábrico.

La civilización del artificio y el fraude ha reclamado la atención hacia lo visual --y en parte hacia el ruido más que el senido-- pero nos ha desposeído de algunos de los tesoros de que disfrutábamos más gustosamente, sin que nosotros nos hayamos siquiera apercibido.

Según dicen los expertos, los niños han dejado de relacionar el textura y el peso de los objetos con el material de que están hechos, porque no conocen sino el tacto del plástico de sus juguetes que lo reproducen todo visualmente, pero les niega el saber de la experiencia. “Coge eso”-- les decimos tirándoles algo. Pero ellos, como nosotros ahora, no saben nunca si ese objeto es áspero o suave, si huele a madera, a hierro o a pintura, y cuanto va a pesarles. Los cinco sentidos –tan orientadores y placenteros-- se han reducido a lo que pueden brindarnos los cachivaches electrónicos, tan útiles, inteligibles y valiosos, tan didácticos, auxiliadores y académicos, pero ahora tan excluyentes.

No hace mucho, me dejó perplejo la reflexión de una niña. Una de esas locas pequeñitas, como llamaba a los infantes Gómez de la Serna; esos despiertos aprendices de persona que siempre nos asombran con el demoledor candor estupefaciente, tan ávido de saber y no de encubrir la ignorancia como hacemos de mayores. “Oye: ¿y por qué hablais del perfume de las flores si las flores no tienen olor?”

Y me di cuenta de que yo venía –nosotros venimos-- de otro mundo y de que a los niños de su edad les hemos hurtado el olfato, el gusto y el tacto. ¿Cómo van a tener paladar los mas pequeños? Si los sabores son únicamente las fragancias que añadimos a lo salado, lo dulce, lo ácido y lo amargo según los fisiólogos, más de la mitad de lo que nos llega por la boca son aromas que la lengua mezcla con la exigua paleta de las papilas.

Los humos, los escapes y los olores de la actividad humana --la contaminación por abreviar--, han desvirtuado los sabores y los perfumes, acabado con un vasto repertorio de sensaciones perdidas para siempre. Solo de vez en cuando, el viento agreste de los campos nos trae por casualidad, como estos días, el aliento de la fronda, el huerto y el arroyo; el sequizo vestigio de la mies, la paja y el trigal, y el turbador recuerdo de las flores, tal vez para que no perdamos la esperanza.

Darío Vidal
13/11/2009

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