martes, 2 de febrero de 2010

Ablación afectiva


Nadie crea que la objeción mayor que puede hacerse del “0culto Total“ de una persona cubierta por un “burka” sea la inseguridad que puede generar a otros con un posible enmascaramiento criminal. Lo realmente odioso de prendas como el “niqab” no es sólo eso, sino la cobardía de los hombres que temen empeñar la honra de sus mujeres si hay terceros que ven sus rostros, y el empeño de borrar, de suprimir, de aniquilar a un ser humano ocultando sus facciones. Los celos cobardes de los hombres, que algunas veces se han vengado con el vapor corrosivo del vitriolo cuando no se avinieron a clausurar el rostro de las doncellas demasiado bonitas para compartirlas con los demás, es la expresión más atroz de la maldad, la pertinacia, el rencor, la intolerancia, la inmadurez y el apocamiento del jaquetón mentido y gazapón.

¿Quién es lo bastante –ya judío, ya moro, ya cristiano-- para atreverse a decidir a quien debe borrársele el rostro para que nadie lo recuerde, nadie lo reconozca, lo identifique y le ponga nombre? ¿Qué imám, qué rabino, qué pontífice permitiría suprimir la más inteligente representación de lo divino. Y qué Dios quiere renunciar a su obra y privar de existencia a una “creatura” suya, arrancando sus facciones y privándola del “ser” para dejarla reducida a la más mísera indigencia? Nunca sustentó tal cosa ningún dios ni la predicó ningún profeta.

Tapar el rostro con un trapo es omitir la singularidad irrepetible del individuo y la dignidad de su naturaleza para reducirlo a la nada. Hasta el animal más aparentemente uniforme termina revelándose reconocible con el concurso del amor de su dueño. Ocultar las facciones de un ser vivo es un abuso al que nadie tiene derecho y la indignidad que abre el paso a todas las vejaciones. Hacérselo a una mujer es condenarla al Infierno. Negarle el rostro y borrar su imagen, es omitir su presencia, degradarla de su egregia condición de persona y someterla a la inexistencia, la servidumbre, el silencio moral y la última violencia, convirtíendola muchas veces en sierva carnal de un buco lúbrico y rijoso, sin acceso a la palabra, el halago y la caricia.

Mas esa suerte de silenciosa ablación afectiva, no se reduce a eso. Los hombres que adquieren el derecho a ocultar las facciones de una mujer, se condenan a ignorar sus más sutiles sentimientos y ocultar el mohín de emoción, de ternura o de gozo; el nacer de una ilusión, la promesa de una lágrima y el esbozo de una sonrisa.

No se si es mayor la penitencia que el pecado.

Darío Vidal
02/02/2010

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