El imám del concejo tarraconense de Conit, Mohamed Benbrahim,–12.000 habitantes, el 16% de los cuales son inmigrantes musulmanes--, ha sido imputado con su mujer Zohra Ahmaddach, su hija Haffsa Ben Brahim y el presidente de la Asociación Islámica Abderrahman El Osri, por varios delitos de coacciones, calumnias y amenazas graves contra Fátima Ghailan, trabajadora social de integración en el Ayuntamiento de la población, por trabajar, conducir automóvil y no llevar velo.
Al clérigo podrían caerle cinco años de cárcel y cuatro al resto de los imputados. Pero la alcaldesa Judit Alberich está mediando para que la amenazada retire la denuncia en aras de la paz social y, probablenente, de la más obscena cobardía. Porque no cabe duda de que oponerse al odio y el rencor de un obtuso extremista religioso no resulta tranquilizador ni para las fuerzas vivas, que aquí son fuerzas moderadas.
Mas cabe preguntarse: ¿y por qué no la expulsión del clérigo impío? Un imám adscrito al “Frente Salafista para la Predicación y el Combate“, que ha dejado indelebles testimonios de su radicalidad, no merece contenplaciones ni “rancho” ni alojamiento. Dios no puede apiadarse de la impiedad a la que condena con la suerte de los réprobos. La fuente del amor y de la vida no puede bendecir la perversión salafista de unos religiosos irreligiosos.
Mas he aquí que el clérigo comenzó a experimentar cierto rechazo hacia su correligionaria –marroquí como ella-- cuando tuvo que vérselas con los papeles de la Administración además de los ojos negros de Fátima. Sobre todo al descubrir que trabajaba para subsistir, como si fuese posible condimentar el “cus-cus” con mero aire. Pero lo que rebasó la medida de su tolerancia fué el hecho de que “manejase” como dicen los sudamericanos, o “guiara” como decíamos los niños de pueblo.
¿Qué extraña manía, qué secreta ofensa, qué raro complejo encubre ese comportamiento? ¿Qué puede encorajinar tanto a un hombre para que conciba tal rechazo hacia una mujer, y para que lo revista de modales impropios, pecado, impiedad, heterodoxia y vituperio? ¿Qué tiene el sencillo hábito de trabajar en una oficina –no por cierto en un “pub”, en una barra o un cabaret--, conducir un automóvil y mostrar el rostro como todo el mundo? ¿Tienen algo que ver esas higiénicas, regulares, vulgares, mediocres, reiteradas y hasta tediosas costumbres, con la secreta piedad religiosa de judías, moras y cristianas?
Nada, salvo la soberbia de los ociosos y la arrogancia de los necios, puede hallar explicación a tal intriga, capaz de comprometer el juicio propio, por condenar un hecho inocuo
Darío Vidal
03/02/2010
Al clérigo podrían caerle cinco años de cárcel y cuatro al resto de los imputados. Pero la alcaldesa Judit Alberich está mediando para que la amenazada retire la denuncia en aras de la paz social y, probablenente, de la más obscena cobardía. Porque no cabe duda de que oponerse al odio y el rencor de un obtuso extremista religioso no resulta tranquilizador ni para las fuerzas vivas, que aquí son fuerzas moderadas.
Mas cabe preguntarse: ¿y por qué no la expulsión del clérigo impío? Un imám adscrito al “Frente Salafista para la Predicación y el Combate“, que ha dejado indelebles testimonios de su radicalidad, no merece contenplaciones ni “rancho” ni alojamiento. Dios no puede apiadarse de la impiedad a la que condena con la suerte de los réprobos. La fuente del amor y de la vida no puede bendecir la perversión salafista de unos religiosos irreligiosos.
Mas he aquí que el clérigo comenzó a experimentar cierto rechazo hacia su correligionaria –marroquí como ella-- cuando tuvo que vérselas con los papeles de la Administración además de los ojos negros de Fátima. Sobre todo al descubrir que trabajaba para subsistir, como si fuese posible condimentar el “cus-cus” con mero aire. Pero lo que rebasó la medida de su tolerancia fué el hecho de que “manejase” como dicen los sudamericanos, o “guiara” como decíamos los niños de pueblo.
¿Qué extraña manía, qué secreta ofensa, qué raro complejo encubre ese comportamiento? ¿Qué puede encorajinar tanto a un hombre para que conciba tal rechazo hacia una mujer, y para que lo revista de modales impropios, pecado, impiedad, heterodoxia y vituperio? ¿Qué tiene el sencillo hábito de trabajar en una oficina –no por cierto en un “pub”, en una barra o un cabaret--, conducir un automóvil y mostrar el rostro como todo el mundo? ¿Tienen algo que ver esas higiénicas, regulares, vulgares, mediocres, reiteradas y hasta tediosas costumbres, con la secreta piedad religiosa de judías, moras y cristianas?
Nada, salvo la soberbia de los ociosos y la arrogancia de los necios, puede hallar explicación a tal intriga, capaz de comprometer el juicio propio, por condenar un hecho inocuo
Darío Vidal
03/02/2010
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