viernes, 15 de octubre de 2010

Los mineros de Atacama


Sabemos del riesgo de embriaguez que corre el presidente chileno Salvador Piñera tras la epopeya de los ejemplares mineros de Copiapó en el desierto de Atacama, tras el derrumbamieno de la galería del taller, pero necesitamos creer que no va empañar el lustre de su hazaña con ninguna acción demasiado humana. Ojalá que el presidente siga siendo merecedor de la gratitud y la admiración de cada uno de los que, estos tensos días, hemos estado conteniendo el aliento por él y los que nos contagiaron su fe.

Escribo estas líneas desde la orfandad de España en su infinito desamparo y con el fervor de quienes necesitan creer en un líder, que es el que eleva a los hombres desde el barro a la esperanza. Y me arriesgo a calificar de hazaña lo de estos días, temiendo pecar de sensacionalista e hiperbólico en una hora en que se adjetivan tan generosamente desde las carreras ciclistas a los partidos de futbol.

En este caso parece que todos han tejido una historia con argumento. Desde el presidente Piñera al que pusieron premonitoriamente el nombre de Salvador, hasta los ingenieros, los capataces, los mecánicos y los mineros imaginativos que se obstinaron en una perseverante búsqueda sin esperanza, después de diecisiete días de silencio sin dar a sus hombres por perdidos, ni darse ninguno por vencido resistiendo sin descomponerse los primeros días de prueba orando ante las estampitas apoyadas en los cascotes que alumbraban con velas.

Confiaban en el imposible milagro de Lázaro. Pero nadie se quedó plantado. El capataz Luis Urzúa Uribarre se puso a ordenar las vigilancias, la hora de levantarse y acostarse; racionó los alimentos y el agua cuando ignoraban si serían descubiertos o estaban aguardando a la muerte. Y cuando algunos amagaron con anticiparse a ascender cuando aún no era posible, él dijo que esperaría hasta que saliese el último. Todo cambió así y cada cual respetó su turno.

Victor Segovia, atrapado ya en otra ocasión, aconsejaba sobre los sentimientos colectivos y escribió el diario de las setenta jornadas de encierro. José Ojeda Vidal fué quien envió las líneas esperanzadoras de que los 33 estaba bien; Omar Reygadas era uno de los tres líderes que se rapartieron las responsabilidades de los trabajos preparatorios, y a Ariel Ticona le nació una niña durante el encierro, a la que su mamá ha llamado Esperanza, que era allí como una jaculatoria.

Todo el mundo estaba compendiado en aquel puñado de valerosos resistentes: desde los mineros de siempre, de toda la vida, de tercera y aún cuarta generación --algunos preservados por la fortuna o ya muertos en la mina--, a los que probaban fortuna como el ingeniero hidráulico Raúl Bustos que iniciaba aquel día su trabajo y no se dejó vencer por la aprensión, u otros que llevaban ya hecho un camino, como ex marineros, ex militares, ex taxistas, ex empresarios, ex transportistas, ex toxicómanos, un pastor evangélico, un separado con niño, un ex futbolista de la selección nacional como Franklin Lobos, hombres de todas las edades y talantes como el impaciente Edison Peña (“¡Quiero salir de aquí, ya!”) , como el renegón de Carlos Barrios “El Polvorita”, el bisoño Yimmy Sánchez --de 19 años-- que tiene ya su primera hija, o Mario Sepúlveda, el sindicalista que hacía chanzas allí donde notaba que decaía el ánimo, pero que, al acabar su papel y subir a la superficie declaró, con la cordura de un sabio, que no quería que le tratasen como a un artista , un periodista o un animador “porque nací para morir aquí amarraíto al yugo”. Un yugo que le quedaba estrecho al bueno de Yonni Barrios, electricista y enfermero de ocasión que se ha volcado con los mas necesitados de cuidado, abnegadamente, y al que se le ha descubierto –¡vaya por Dios!-- una novia además de su esposa, a ninguna de las cuales quiere olvidar, aunque ellas no sean del mismo parecer.

El único extranjero del grupo --si un boliviano puede serlo en Chile--, es el operador de máquinas Carlos Mamani, al que vino a ver el presidente Evo Morales brindándole una casa y un trabajo, pero rehusó cortesmente para correr la misma suerte que sus compañeros. Seguramente quería ser fiel al pacto se sangre que hicieron todos, como los niños, juramentándose para acudir los unos en auxilio de los otros el resto de sus vidas.

Seguramente esto nos parezca hoy de un candor ingenuo, pero los gestos, las promesas, la amistad y el compromiso hacen posibles los milagros como el que soñó e impulsó el presidente Sebastián Piñera cuando muy pocos creían. Salvo aquellos en que les iba la vida. (“¡Viva Chile, mierda! ¡Y sáquenme de aquí ya, pues!”)



Darío Vidal
15/10/2010

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