domingo, 31 de octubre de 2010

Víspera de Difuntos


San Brandán anda diciendo jaculatorias en este “finis terrae”, acosado por las galernas de otoño en vísperas de Difuntos. Parece andar huída y temerosa hasta la Santa Compaña, mientras “as meigas” se hallan de retiros espirituales por lo que pueda pasar. Aunque el tiempo no está para la meditación entre el estrépito del mar rugidor, espumoso y amenazante.

Es lo que pasa cuando se transitan los miedos antiguos de los siglos, temiendo hallar las candelas temblorosas de los desencarnados a la vera de las “corredeiras”, o conspirando en el cónclave de un “Cruceiro”. Pues si la fuerza de lo numinoso medra en los viejos burgos de Occidente cuando llegan estas fechas, se desborda en los pagos del “Campus Stellae”, tan poco estrellado cuando las brumas se encaraman por los muros de musgo, y ruge el Aquilón.

Este año se auncian lluvias, nieblas, vientos, mareas vivas y temibles galernas que ya están entenebreciendo el mar. (¡¡Galernaaa... Galernaaa... Galernaaa...!! ¡¡Penitencia por os nosos pecados!!) Y las piadosas rapazas gallegas, y las que dejaron ya de serlo, se suben a los riscos batidos por la espuma, vueltas hacia el mar y suspirando siempre que ven emerger de nuevo el casco de una nave que parecía perdida, sin dejar de rezar. Este es el núcleo del miedo, aterrador pero seguramente necesario e higiénico, y no la gilipollez de esa mierda de “Halloween”, que es el pequeño sobresalto servido en gramos y pagado a plazos, según el precio del mamarracho que cada cual se haya comprado, para confundir el miedo con el susto y controlar su intensidad y su duración.

Vivimos en la época del fraude, el engaño, la tergiversación y la estafa. Y huímos de la pena, del dolor y la tristeza, sin conquistar nunca la alegría. Porque preferimos no visitar a los enfermos para evitarnos “marrones”. Y no consolamos al doliente ni escuchamos al afligido porque no queremos “malos rollos” ("No me comas el tarro, tío").

Experimentamos una cierta necesidad de empatía, pero eso se arregla con el artificio de la tele, que nos permite sufrir mediante un personaje interpuesto y pagado --aunque sin implicarnos--, que padece vicariamente por nosotros, a tiempo parcial y mientras no apaguemos, para desconectar sin remordimiento ni dolor de corazón.

Así es que vivimos sin vivir ni desvivirnos, pero no al modo teresiano y comprometido (“pues tan alta vida espero...”), sino al inconsciente de los ignorantes que creen que no se mueven porque no ven pasar los árboles. Y que no llegan nunca los Difuntos porque no se oye el aleteo del ángel Azrael, el mensajero de la muerte.



Darío Vidal
31/10/2010



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