martes, 9 de noviembre de 2010

La autolesión como hobby



Este fin de semana he recibido unas “diapos” con lo más zafio, más “gore” y más feo de los “peircings”, esa modalidad de tortura consistente en atravesar con hierros la carne lacerada, como han hecho tradicionalmente los faquires de los circos. No me explico cómo se exhiben, cuando los cilicios, las disciplinas y los látigos, son declarados con razón como asuntos de psiquiatra.

Los humanos no dejan de sorprendernos cuando tratan de resaltar el atractivo de sus cuerpos. Siempre a condición de mostrarlos. Esa singularidad dió ocasión al lema, anticuado en mi opinión, de que “para presumir hay que sufrir”. Pero es difícil entender la exhibición secreta.

Lo incomprensible es que ese caudal proceloso de sufrimiento, de tortura, de suplicio y sacrificio sin ningún otro propósito –porque no persigue tampoco una mortificación de carácter religioso--, se hurte precisamene muchas veces a los ojos de los posibles observadores. Algo pasa en la Cultura del Mínimo Esfuerzo, mientras máquinas e ingenios compiten para ahorrarnos cualquier vestigio de fatiga. No hablemos del dolor.

Hasta ahora habíamos situado en las afueras de las culturas civilizadas –hay culturas paleolíticas-- todas las prácticas que dañen la integridad del cuerpo. Cuando yo hice la carrera, las chicas huían de los pendientes para evitar el rito anticuado, salvaje y para ellas retrógrado de perforarse los lóbulos. Y a renglón seguido se acribillan con agujas y punzones hasta los rincones más íntimos. No hay comisura, pliegue, frunce o prominencia que no profane el hierro –es un decir--, en espera de que, como las reses, pugnemos por “marcarnos”. Por ahora ya existen chicas con tatuajes, como los marineros y los legionarios --aunque de momento solo “light”--, que nos aproximan a las incisiones cutáneas tribales del Afica negra (perdón “subsahariana”) pero eso aún está llegando.

Lo que encontramos ya en "Catálogo" son los “piercings” mas osados, sorprendentes, caprichosos y suicidas que quepa imaginar. Perforaciones que podrían figurar sin desdoro en un manual de suplicios y torturas. No se trata ya de los zarcillos múltiples en las orejas, ni los adornos umbilical, nasal, labial, lingual, o frontal, que al fin están concebidos para “lucirse” y verse, sino los pezones atravesados con un alfiler, un aro bailando sobre los dientes en el frenillo del labio superior interno, un arete perforando el párpado con la previsible lesión corneal, un pendiente prendido de la campanilla, artefactos hincados en un glande moribundo, y vulvas como huchitas cerradas con candado y cadena.

Del presumir no queda sino el sufrir, no en un alarde de belleza sino de monstruosidad.


Darío Vidal
09/11/2010




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