viernes, 26 de agosto de 2011

Perros y gatos


Me pareció oir un agudo y trémulo maullido de pocos días. Escuche un instante y confirmé la insistente llamada de un gatito que pedía algo o solicitaba alimento. Abrí la puerta del garaje y al encenderse la luz estaba allí, diminuto entre los coches, tambaleante, con los ojos deslumbrados e inmensamente abiertos, el rabo enhiesto y caminando impávido hacia mi, sin conciencia del peligro que estaba corriendo con “Pirata”, mi shih-tzu tibetana, tan inconsciente, insensata, loca e impulsiva como él, desbocada ya en un gozoso galope que tuve que “placar” para evitar un percance y hurtarla luego a aquel deslumbrante juguete autónomo que se movía solo, todavía sin experiencia, ni instinto de conservación, ni el saludable reflejo de huir, ni precaución alguna. Parece mentira que Dios deje a su albur a las criaturas más pequeñas y no las acune en su regazo.

El caso es que aquel tigrecillo de juguete dejó de pedir auxilio cuando lo cogí dulcemente para ponerlo a salvo metiéndomelo en la camisa que le venía muy grande porque le hubiese sobrado con un bolsillo si lo hubiese tenido. Pero cuando nos aposentamos en el coche y la perra intuyó que de allí no podía huir, la gatita dió en abrirse camino por mis mangas, entre los botones, aupándose al cuello –y ahí sí que hacía daño con los pequeños arpones de sus garras-- para ir a su encuentro la inconsciente.

Fui a cenar a casa de unos amigos y aquella miniatura guapísima y perfecta constituyó todo un éxito. Allí improvisaron un biberón con el cuentagotas de una medicina bien lavada y le dieron alojamiento en la cajita de zapatos de un de los niños en que no se le veía de puro diminuto, y se quedó dormido al poco. Pero nadie quería quedárselo. Y además me conminaron a que silenciase el acontecimiento a las niñas que estaban ya dormidas porque sino tomarían represalias contra mi. Sabe el cielo que no he estado nunca tan cerca de caer en la tentación. Pero era consciente de que el animalito no habría sobrevivido a las primeras caricias de “Pirata” que lo habría acabado sin voluntad de hacerlo y por ello sin remordimiento, dolor de su pecado, ni popósito de la enmienda.

Ofrecí luego aquel precioso cachorrito de felino, ahora tenuemente maullador, en dos terrazas de verano en que se hicieron lenguas –como antes se decía-- de la astucia y la combatividad de aquella cosita menuda y vivaz luchando por sobrevivir, mientras a mi se me desgarraba el alma.

Me llevé el gatito a casa nuevamente y nos adentramos en el garaje dejando que maullase para observar el comportamiento de los gatos del tejado, sin resultados. Entonces llamé a una puerta como San José y la Virgen, y tuvieron la amabilidad de recogerlo para “presentárselo” de día en el tejado a la madre, si es que vive. Ahora estoy insomne y agobiado por la responsabilidad de una Vida diminuta.

Darío Vidal

26/08/2011

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