miércoles, 7 de septiembre de 2011

Alcaldes en los pueblos



Recuerdo que, cuando de niño me oponía a una norma o discutía obstinadamente una decisión que me parecía injusta con el candor de quien cree en la Justicia, siempre había quien me replicaba con un argumento supremo de autoridad: “¡Como si no hubiera alcaldes en los pueblos!”

Pero a estas alturas observamos con estupor que ya no hay alcaldes en los pueblos, ni presidentes en las diputaciones, ni magistrados en las audiencias. Y si el hortelano sugiere que las peras eran suyas, es posible que los robaperas le denuncien por difamación y por calumnias. Ahí está, como ejemplo, la negativa de la Generalitat de Cataluña a acatar el dictámen de los jueces sobre la exigencia de que el castellano y el catalán sean idiomas vehiculares en la enseñanza, indistintamente.

Si éste fuese un país democrático como se dice con tanta insistencia, esa actitud se llamaría desacato de la ley: rebeldía, reto, provocación con publicidad, recochinéo y ludibrio. Que es lo que sucedió con las banderas constitucionales en los municipios del País Vasco y ahora en algunos catalanes.

Los nacionalistas han tomado gusto a jugar a policías y ladrones de su época preadolescente y han aprendido, sin riesgo, que se puede vejar al Estado sin necesidad de echarle güevos y que no es preciso jugársela como el irlandés Roger Casement, descubierto por muchos en “El sueño del celta” de Mario Vargas Llosa. Los políticos centrales y los jueces descentralizados se arrugan ante la amenaza de los activistas y quienes les financian, y se han acostumbrado a esa vida a medias en que consiste sobrevivir sin dignidad.

No sirve de nada el ejemplo heróico --heróico sin comillas-- de tantos ciudadanos vascos que arrostran la amenaza de vivir y de morir, de trabajar, de decidir y de comprometerse por seguir en su tierra, dando humildemente testimonio de un amor sincero, difícil y admirable por Euskadi, sin menosprecio de los otros compatriotas, teniendo que moverse entre las sombras como apestados y soportando insultos de los cobardes que envidian su entereza. Estos hombres y mujeres nos reconfortan y tendrán un reconocimiento en la Historia que avergonzará a muchos, aunque a ellos no les sirva de consuelo.

A otros, patriotas de boquilla a quienes vi en ocasiones disfrazados de otra cosa, a los militantes de “meeting”, a los interesados muñidores de prebendas, a los figurines de alpaca y gomina –mecachis que guapo soy--, a los que desprecian a los otros y se plañen de que no les quieren y alardean sin riesgo y sin miedo porque juegan de farol, prestos a retractarse explotando el chantaje emocional y anunciando que no obedecerán a los tribunales si fallan en contra de sus designios, a esos valientes sin peligro les pediría decoro, puesto que ya no hay alcaldes en los pueblos.


Darío Vidal
07/09/2011

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