martes, 1 de noviembre de 2011

Noche de Ánimas


Los anglosajones han sido siempre mas “leídos y escribidos” que nosotros, lo cual no extraña porque en los templos leían la Biblia y todas las mesillas de noche guardaban el Nuevo Testamento. La primera vez que viajé al Reino Unido me quedé muy “edificado” con su pieded antes de saber que hasta los agnósticos tenían un ejemplar del Libro en el dormitorio.

Seguramente la incitación a esas lecturas por parte de los ministros anglicanos, estimularon en sus fieles el afán de lectura y el deseo de saber que proscribieron los sacerdotes entre los católicos. Porque la Palabra de Dios leída, podía ser mal interpretada y no debía ser difundida mas que por un religioso que la glosaba e interpretaba. Los católicos eran una secta infantil, inmadura y proclive a extraviarse en la herejía. Así es que, por extensión, la lectura se convirtió en una actividad sospechosa, cuando no abiertamente disolvente. “¡Ay, esas lecturas, esas lecturas...!”-- advertían los confesores.

Eso cuando los custodios de la ortodoxia no dictaban una especie de “fatwa” contra un libro, ciertos libros o todos los libros, como sucedió con la obra de don Miguel de Unamuno, aquel santo láico obsesionado con la fe, que inscribieron una vez muerto en el “Índice de Libros Prohibidos” los clérigos nacional-sindicalistas que tan rojos se volvieron en el ocaso del franquismo.

Decía todo eso porque una sociedad ágrafa e iletrada como la nuestrta entonces, no tenía opción para expresarse y contar sus tradiciones rurales. Ni sabían de Halloween. Ni habrían tomado esas cosa como Ciencia.

Aquí celebrábamos la Noche de Ánimas en familia rezando “tres partes de rosario” de los Misterios Dolorosos con mucho recogimiento, se pasaba luego a comer boniatos y castañas asadas unos, y otros “huesos de santo” y frutas de mazapán, mientras se contaban anécdotas de familiares e historias de los antepasados, se pasaba a narrar algunos relatos de aparecidos, espíritus y fantasmas, con el adobo de cadenas que se arrastraban casi imperceptiblemente en la planta superior, puertas que chirriaban lentamene al entreabrirse, suave porteo de una ventana, y finalmente, cuando familiares y vecinos optaban por despedirse, quien con mas aprensión que otros, alguien encendía unas velas titilantes en vacías calabazas monstruosas que los mayores habían distribuido en lugares estratégicos por patios y pasillos, y la gente partía entre sobresaltos, risas y chillidos.

La lúgubre velada de recuerdo, luto y oración tenía un final jocoso para que la pena no se ahogase aquella noche en lágrimas. Y porque cuando se tiene mucho miedo hay que reirse aunque sea temblando.

Pero lo nuestro no tenía nada que ver con Halloween.


Darío Vidal
01/11/2011

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