domingo, 15 de enero de 2012

Lo aprendido con Marta

Marta del Castillo ya no puede enseñarnos nada, pero la peripecia de la muchacha adolescente asesinada por un amigo puede mostrarnos lo que nadie debe hacer ni tolerar en el futuro; lo que nadie debió aceptar en el pasado. Si las leyes son permisivas, tolerantes, comprensivas o veniales, son tan injustas como si optasen por el rigor, la crueldad o la venganza.

Lo que es inaceptable porque pesa sobre cada uno de nosotros, es que una criatura en flor que está empezando a vivir sea brutalmente desflorada y excluida de la existencia apenas iniciada, por el capricho de un jaque, un maltratador precoz, un aventajado asesino que decide borrarla del paisaje como si no fuese una persona sino un objeto de su pertenencia.

No hemos sido nunca partidarios de la pena de muerte por respeto a la vida y el derecho a la subsistencia y la historia personal, apeada del prodigio y el milagro por los que se atribuyen la prerrogativa de asesinar. Pero ese respeto ético y matafisico debe regir --rige-- para todos, aun para los que ya han sido capaces de quitar la vida a un semejante. Sin embargo el respeto a la vida de quien tal vez no la merece, no es un salvoconducto para la impunidad, que es lo que está sucediendo desde hace ya demasiados años. Y más allá de las elucubraciones teóricas y las consideraciones escolásticas a las que tan aficionados son los juristas, hay que impartir justicia igual para todos, con “buen juicio” y equidad.

Cuál sea la manera de disuadir del cainismo y de castigar el crímen ya perpetrado, es cosa de penalistas, criminólos y educadores en los casos en que el culpable muestre sincero arrepentimiento, no es cosa nuestra. Pero el sentido cumún no es cosa de especialistas y no repugna a la razón que el común de las personas sugiera penas justas, proporcionadas y progresivas para someterlas a la consideración de los legisladores. A esta altura de los tiempos nadie propondría vestir de Justicia la venganza, salvo en los primeros instantes de ira y enajenación transitoria. Pero ello no autoriza a reducir a una pena (negociable) de veinte años, un luto, una carencia, un duelo y una ausencia que va a durar toda la vida de los más próximos; y supone para el ser sacrificado, la usurpación del destino biológico, la extinción de los proyectos vitales, la quiebra de las esperanzas afectivas y la adueñación del resto de la vida previsible, por la voluntad impía de un ser que ejerce ilícitamente el Poder sobre otro, poniendo de relieve con toda la obscenidad y la impudicia, el ejercicio del poder entre iguales hasta gobernar la vida ajena. Una infamia a la que no dan derecho las mitras, los galones, los mantéos, las estrellas, las togas ni la certera eficacia de un kalashnikov con doce tiros.

Por eso nos ha irritado la sentencia injusta, bufa e insultante de Marta del Castillo. ¿En quién podemos creer ahora?


Darío Vidal
15/01/2012

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