jueves, 9 de febrero de 2012

Del pluriempleo al paro



Un “mozo viejo” como llaman en los pueblos, de esos que estudiaban para solterón con intención de aprobar después de haber recorrido varias facultades sin licenciarse en ninguna disciplina y haber tentado varios trabajos según decía, les confiaba en una ocasión a los amigos con cierta amargura teñida de cinismo y aparente despreocupación, que iba a pasar de la eyaculación precoz a la impotencia –la famosa disfunción eréctil de la crisis y el estrés--, sin haber conocido nunca la normalidad.

Había sido actor de varias vidas, alguna de ellas de intriga y una pizca de misterio. Era uno de esos individuos de los que se enamoran la mujeres para no casarse, que son los más divertidos y los que más se divirten. Tenía una idea consumista de la existencia concebida como un producto de uso, que exprimía, sorbía y succionaba, para arrojarla luego al alcorque de algun arbol sin ningún remordimieno. No lo imagino en estos adustos días de penitencia. Fue el diletante ocurrente, la última cigarra, el ejemplar único, el último estudiante de profesión, el bohemio rezagado, el pícaro postrero. “Malos tiempos para la poesía”, que diría aquél.

Ma acude al recuerdo tal vez por el contraste entre la dispendiosa oferta del pluriempleo de entonces y la penuria de puestos de trabajo de este momento. Aunque, como saben, nunca, llueve a gusto de todos. Por eso a los pluriempleados les tildaban algunos entonces de acaparadores de trabajo –de trabajo pero no de enchufes-- y demandaban tarea para todos, cuando todos teníamos donde trabajar. No sé por qué. Tal vez se trataba de algun precoz liberado sindical que codiciaba el estipendio sin tener en cuenta el esfuerzo que impedía gozar de los ingresos, ya asignados. Estos críticos eran los apóstoles de la igualación por abajo, que es lo que ha conducido a la Enseñanza y a nuestros estudiantes a su actual estado.

El personaje que me ha llevado a evocar su recuerdo no tenía envidia. Le interesaba únicamente vivir. Era un nihilista, un ácrata carente de egoísmo, de vanidad y de ambición. “No somos sino un pensamiento fugaz e imperceptible del Absoluto”, decía. Jesús, se llamaba. Y un abuelo suyo fue el propietario del primer automovil que se matriculó en una gran ciudad. Un día me enseñó una foto reviejida y amarillenta en que se veía un carruaje sin tiro ni caballerías, profuso en brillos de laton, con una placa grande en que se leía aproximadamente: “N-1”.

Cuando iba a anotar mi teléfono, leí en la libreta en que escribía sus impresiones singulares: “Pena capital.-- Procedimeinto administrativo por el cual la Sociedad se ve privada de muchos de sus miembros mas originales, audaces e imaginativos”.

Un día dijo que no se encontraba bien y no he vuelto a verlo. Será el paro, digo yo. O la mediocridad.


Darío Vidal
09/02/2012

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