jueves, 16 de febrero de 2012

Jueves Lardero



Dios quiera que los ajustes, la retracción económica y la hipertrofia de las primas de riesgo no nos lleven a valorar como excepcional un condumio con avío de morcillas, tocino y un tajo de magro. Un proverbio advertía en Caspe que “en Jueves Lardero, longaniza en el puchero”. Y a 30 kms. mal contados de la Ciudad del Compromiso, en Alcañiz, se aprestaban al ayuno como lo hacen aún ahora, con una merienda en el campo comiendo una “bolleta" --o pan de bollo pequeño-- simplemente con longaniza, tinto recio y olivas nuevas, desperdigados entre la ginesta, el muérdago, el romero, el tomillo, el hinojo y la ajedréa, confundidos en el holgorio, el tumulto y la fiesta, pero recatándose de vulnerar el sexto mandamiento ni tropezar en el noveno. Solo los viejos pecaban de gula en aquella jornada implícitamente lúbrica.

Esta fiesta por fortuna aún viva en el Bajo Aragón se llama “Jueves Lardero” con un acento antiguo y medieval que evoca el “lardo” del cerdo, la grasa y la substancia, como en otro lugares “Jueves Gordo” y en la frontera lindante con Cataluña “Dijous Gras” que es lo mismo. En Alcañiz sin embargo se le llama “Día del Choricer” aunque no suele comerse chorizo sino longaniza. Y en algunos lugares se juega con el equívoco de que quien luce una porción más abundante es porque esta mejor dotado, acaso por aquello de que “de lo que se come se cria”.

Así es que los zagales porfían –o porfiaban-- por llevar longanizas más largas, prietas y apetecibles. Claro que luego tenía que comerselas cada cual sin rechistar ni empacharse. Y eso ponía freno a muchas fanfarronadas.

La entrada en el tiempo litúrgico de Cuaresma, con las imágenes y “los santos” de las iglesias tapados con crespones morados, la voz queda, los gestos adustos, el tañido lúgubre de las campanas que en ciertos lugares se suplía con cajas –“las cajas destempladas” de las ejecuciones-- y el clima contenido de contricción y penitencia de la piadosa gente llana, suponía adentrarse en el abismo proceloso y temible de las Postrimerías –muerte, juicio, infierno o Gloria--, en que los hombres no entraban a los bares mudos de música, evitaban el consuelo de las jotas y se abstenían de penetrar en lugares de esparcimento y retozo, como se guardaban de tener comercio con sus próximas, aunque mediase el sacramento. Recuerdo, como todos los que fueron niños en mi edad, el revuelo de negras alas demoniacas y el tufo de azufre que nos poseyó la tarde de un Jueves Santo en que se perdió un ánima descarriada y pecadora al caer fulminada sobre el lecho en una casa de mala nota. Fue una jornada en que se sintió revolotear a Lucifer entre los apagados murmullos, y las gentes piadosas --descuidadas de toda cautela incluso con los niños-- rezaban para que hubiese tenido tiempo de arrepentirse de aquel horrendo sacrilegio. El espectáculo reclamaba un narrador como Buñuel.


Darío Vidal

16/02/2012

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