jueves, 10 de mayo de 2012

El chantre de Mondoñedo


 No sé quien ha hecho sonar las trompetas de la Gloria, pero los bronces de la resurección anuncian que Alvaro Cunqueiro ha salido del Purgatorio, cumplido el luto del “Dies irae”. Y como nunca es mala hora para rendir homenaje a un maestro, me place tener ocasión de manifestar mi devoción por él. Porque, hasta para mostrar adhesión a alguien, es preciso que la ocasión nos de pretexto. El hecho es que se han cumplido cien años del nacimiento del escritor y el Instituto Cervantes lo ha incluido en el centro virtual de Nombres Propios.
No sé en qué empeño anduve afanado el 28 de febrero de 1981 en que dieron tierra a don Álvaro Cunqueiro y hubo de rendir cuentas ante su Divina Majestad. Pero mi devoción siempre ha sido tan firme que muchos años después, en el 1999, abordé un libro titulado “Cierto Sabor” tan anárquico como gustoso para mí, tomando como lema una cita de “La cocina cristiana de Occidente”. Él fue un confundidor de leyendas y creencias que dejaba al lector colmado mas siempre con sed; un inventor de hazañas; un urdidor de inventos; un fabulador de mitos, de historias fascinantes, de ficciones nostálgicas, de sueños soñados y de realidades mágicas --que preferíamos sustituir por lo narrado-- y de realidades ciertas, contando con que la realidad no siempre es verdadera. Y dejémoslo ahí.
Alvaro Cunqueiro es un escritor culto sin vanagloria y un erudito sin pedantería. Un autor adictivo que hace anhelar sus saberes, deliberadamente fantásticos muchas veces para que sean más bellos, mas misteriosos y sorprendentes, pero no hueros ni falaces. Y sobre todo, confiere a su cuento la calidez de una vieja conseja, sahumada con roble y castaño del rescoldo de los leños consumidos. Trae siempre la saudade de sucesos que nunca vivió y que son el fermento de la mas honda nostalgia. Dice que “la imagen última que de Bretaña uno conserva, es la de una vieja encendiendo los candiles de un Calvario de piedra, en las afueras de una villa amurallada, al atardecer. Llovizna un poco. Pasa un viento silbador que apaga las débiles lucecillas. La vieja se santigua y reza un Padrenuestro por el alma del difunto señor vizconde de Klöemel, que acaba de cruzar a caballo”.
Una chispa que enciende la imaginación mas holgazana aunque no aparezca la complicidad de la bruma. El señor de Mondoñedo no solicita el auxilio de tramas macabras, ni intrigas sinuosas, ni un charquito de sangre bajo un cadaver para justificar su argumento. No necesita la sal gorda de una alarma planetaria por un cliflado que pretenda volar la galaxia, ni el terror de un monstruo mutante o un arma que se activa sin control. Apela, por el contrario, a la sencillez de lo inmediato, lo vivido o recordado, aunque exige la verificación de los hechos para no adormecernos en la fantasía sin renunciar al ensimismamiento. Ahí reside su grandeza.
Darío Vidal
10/05/2012

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