martes, 27 de marzo de 2012

El Destello


¿Se han percatado ustedes de que cada vez estamos más refunfuñones y malhumorados? ¿Se han dado cuenta de que muchas veces abrimos ya los ojos con ganas de reñir? No sé qué sucede, aunque carguemos la culpa a “los recortes”, a la factura de la luz, a la hipoteca, o a la colega que prefiere estar en la cama con Gran Hermano en vez de con nosotros --que también son ganas--, o escuchando las guarrerías de Ayanta Barili que cuenta con risa urgente, frenética y nerviosa cómo montárselo con dos contribuyentes macizos, auxiliadas de cuatro penes de látex y seis vibradores, para no perdonar ninguna sensación ni desaprovechar un sólo estímulo, excitando comisuras, inervando pliegues, exaltando oquedades y colmando orificios. Reconozcan que es para cabrearse, hablando mal.
Pero a mi se me antonja que esta actitud inamistosa y rugiente de la “ciudadanía” zapateriana –o la sociedad de Guindos que parece alertarnos de algun guinde-- no es consubstancial a nuestra naturaleza, lo que alienta mi esperanza en el género humano. No sé si lo perciben pero aún es posible sucumbir a una sonrisa. Porque una sonrisa es el heraldo de la complicidad.
Hará cosa de un año, saliendo de un kiosco de periódicos en una gran ciudad, vi por el retrovisor que un caballero de mediana edad corría detás de mi. Quise creer que la cosa no iba conmigo, pero cuando aminoré y se disipó la competencia, deduje que el aludido era yo. (“¡Que coño querrá este pelma! Se ha equivocado o quiere venderme algo, como si lo viera”).
Me detuve y tropecé con el rostro jadeante y amable de mi perseguidor. “Perdone, pero me parece que se le a caido esto”-- dijo alargándome un fajito de billetes. Me palpé el bolsillo y estaba vacío. “Me ha parecido verlos caer cuando usted recogía las vueltas”,-- me confió como quien se disculpa.
¡Qué borde soy!-- me avergoncé contrito. Y descendí, le di las gracias con torpeza y sentí sonrojo de mi mezquindad. No sabía qué hacer. No iba a darle unas monedas como al acomodador; ni a decirle que adonde quería que le llevase, porque tal vez pudiera responderme que gracias pero que tenía el chofer en la otra acera; ni era cosa de “pagarle” con un café, que habría sido como darle propina. Nada. Le estreche la mano con toda sinceridad, me ofrecí consciente de que no retendría ni una sola palabra y nos despedimos. Pero estoy seguro de que este episodio nos alegró la mañana a él y a mí.
Hoy, cuando esta mañana salía del garaje, una riada de coches se pegaban a la cola del otro “a tapar la calle / que no pase nadie”. Llevaba ya un buen rato esperando cuando se ha detenido un desconocido y ha dado un destello (“Pase”). Un segundo; quizas menos. Pero es la actitud lo que vale. Y como aquella vez, me ha alegrado el día.
Darío Vidal
27/03/2012      

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