¿Se
han percatado ustedes de que cada vez estamos más refunfuñones y
malhumorados? ¿Se han dado cuenta de que muchas veces abrimos ya los
ojos con ganas de reñir? No sé qué sucede, aunque carguemos la
culpa a “los recortes”, a la factura de la luz, a la hipoteca, o
a la colega que prefiere estar en la cama con Gran Hermano en vez de
con nosotros --que también son ganas--, o escuchando las guarrerías
de Ayanta Barili que cuenta con risa urgente, frenética y nerviosa
cómo montárselo con dos contribuyentes macizos, auxiliadas de
cuatro penes de látex y seis vibradores, para no perdonar ninguna
sensación ni desaprovechar un sólo estímulo, excitando comisuras,
inervando pliegues, exaltando oquedades y colmando orificios.
Reconozcan que es para cabrearse, hablando mal.
Pero
a mi se me antonja que esta actitud inamistosa y rugiente de la
“ciudadanía” zapateriana –o la sociedad de Guindos que parece
alertarnos de algun guinde-- no es consubstancial a nuestra
naturaleza, lo que alienta mi esperanza en el género humano. No sé
si lo perciben pero aún es posible sucumbir a una sonrisa. Porque
una sonrisa es el heraldo de la complicidad.
Hará
cosa de un año, saliendo de un kiosco de periódicos en una gran
ciudad, vi por el retrovisor que un caballero de mediana edad corría
detás de mi. Quise creer que la cosa no iba conmigo, pero cuando
aminoré y se disipó la competencia, deduje que el aludido era yo.
(“¡Que coño querrá este pelma! Se ha equivocado o quiere
venderme algo, como si lo viera”).
Me
detuve y tropecé con el rostro jadeante y amable de mi perseguidor.
“Perdone, pero me parece que se le a
caido esto”--
dijo alargándome un fajito de billetes. Me palpé el bolsillo y
estaba vacío. “Me ha parecido verlos
caer cuando usted recogía las vueltas”,--
me confió como quien se disculpa.
¡Qué
borde soy!-- me avergoncé contrito. Y descendí, le di las gracias
con torpeza y sentí sonrojo de mi mezquindad. No sabía qué hacer.
No iba a darle unas monedas como al acomodador; ni a decirle que
adonde quería que le llevase, porque tal vez pudiera responderme que
gracias pero que tenía el chofer en la otra acera; ni era cosa de
“pagarle” con un café, que habría sido como darle propina.
Nada. Le estreche la mano con toda sinceridad, me ofrecí consciente
de que no retendría ni una sola palabra y nos despedimos. Pero estoy
seguro de que este episodio nos alegró la mañana a él y a mí.
Hoy,
cuando esta mañana salía del garaje, una riada de coches se pegaban
a la cola del otro “a tapar la calle
/ que no pase nadie”. Llevaba
ya un buen rato esperando cuando se ha detenido un desconocido y ha
dado un destello (“Pase”). Un segundo; quizas menos. Pero es la
actitud lo que vale. Y como aquella vez, me ha alegrado el día.
Darío
Vidal
27/03/2012
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