Los
teólogos fundan la divinidad de Jesucristo en la creencia de la
Resurección. Vista así, la Pascua se tiñe de esperanza con la
promesa del renacer y el retorno. Pero la Semana Santa hasta después
de la Edad Media fué un tiempo de miedo, disciplinantes, ayunos,
penitencias y tétricos presagios de condenación. De ella heredamos
un terror a la muerte, mitigado ya en Oriente y alimentado por la
incertidumbre y el misterio.
Unos
santos varones carpetanos, tal vez no más que humildes ermitaños
celtas, evangelizaron en los siglos V y VI la conquense comarca de
Garcinarro, cuyos habitantes se hallaban entregados a cultos
animistas en rios, fuentes, árboles y peñascos, mediante ritos
propiciatorios que no excluían el sacrificio de animales e incluso
de semejantes que agonizaban, con objeto de que el cuerpo todavía
vivo comunicase sus virtudes y su energía al que heredaba su cráneo.
En los primeros concilios de Toledo se condenaban estas prácticas y
todavia hoy se ven en los campos abundantes esqueletos de otras
épocas y pequeñas hornacinas en el dintel de algunas cuevas y
abrigos donde caben justas las calaveras. Si se añade a ese capricho
decorativo que los drúidas de estas tribus de cortadores
de cabezas utilizaban las vísceras y las
entrañas aún tibias y humeantes en ritos de adivinación y
apropiación, pueden imaginarse las escenas truculentas de despojos
mutilados y sangrantes, alumbrados por las antorchas que alimentaron
los pavores de ultratumba.
Este es el
decorado de las torturadas formaciones rocosas abruptas y
cataclísmicas, que llaman con exótica concordancia “el
Muértere” o “el Muerte” en la Sierra de Enmedio
entre Cuenca y Guadalajara. Un territorio habitado de más de 3000
años, cubierto de petroglifos y de enterramientos profanados,
erizado de fracturas, abismos, rendijas y la quietud solitaria de un
silencio estremecedor. Ni lo pájaros vuelan por no inquietar.
La
conmemoración del Viernes trae al recuerdo la muerte sacrílega de
los Justos, no disipado por la gloria de la Pascua. Tal vez la humana
miseria no permite a la conciencia el goce limpio del renacer,
privándonos de la alegría. Aunque probablemente en una época
cobarde en que se silencia la vejez, la decrepitud y la muerte,
resulte higiénico que evoquemos el instante en que la historia
Natural se hace historia Sagrada y que, al margen de la teología,
los prejuicios mágicos, o los anhelos místicos, abordemos el suceso
incuestionable de nuestra desaparición personal como una realidad de
primer orden, al margen de un posible destino sobrenatural o la
carencia de futuro.
Las tumbas
del cabezo de Alcañiz el Viejo o la loma del Tarratrato
que investigó don Vicente Bardavío, tan próximas en el tiempo, nos
acercan a la fúnebre promesa, no diré que con júbilo pero si con
un pagano alivio, sin el temor reverencial a los ornamentos, los
cánticos funerales y las prédicas elegíacas. Esta es la reflexión
de Semana Santa.
Darío Vidal
06/04/2012
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