“¡La
economía, estúpidos; es la economía!”--, sugirió James
Carville, estratega de campaña de Bill Clinton cuando pugnaba por la
presidencia con Bush en 1992, mientras la población continuaba
distraída con los últimos coletazos de La Guerra Fría.
Ahora los
usureros el nuevo milenio, con aquella lección aprendida, no reparan
en otros motivos. “La causa sigue siendo la Economía”. Y
puede que no. Cuando los especuladores financieros, cada vez más
audaces pierden el control de los sucesos, los hechos tienen el cariz
de un cataclismo ingobernable que afecta incluso a las “aprendices
de brujo” y los “gurús” de la Bolsa. Algunos no saben, o han
olvidado, que tras los avatares de 1929 que provocaron ruinas y
suicidios, el propio Rockefeller perdió mas del ochenta por ciento
de su patrimonio. Cuando se practica la “magia negra”, se sabe
cómo se empieza pero nunca como se acaba.
No soy
hombre piadoso ni profesor de Ética, pero creo no pecar de mojigato
si manifiesto mi convicción, humilde pero firme, de que la raíz del
problema en nuestros días debe buscarse ahora no en la Economía
sino en la falta de respeto a uno mismo, a la carencia de autoestima
y el deprecio del honor. Nuestros abuelos cerraban los pactos con un
apreton de manos y en el curso de una centuria se han quedado viejas
“la palabra”, los contratos y las letras de cambio. Si hace poco
más de un siglo acusaban a alguien de faltar a un compromiso, habría
exigido inmediatamente la reparación de su buen nombre, y en
ocasiones batirse en duelo “a muerte”. Los estudiantes
posromámticos alemanes, duelistas impenitentes, llevaban el rostro
cruzado de cicatrices, recuerdo de los tajos y cuchilladas con que
habían pretendido lavar su honor con desafíos “a primera sangre”,
vinculados casi siempre al talle de tal o cual señorita. (¡Los
machos, siempre tan burros!)
Mas, como
no hay mal que por bien no venga, ese culto al honor de la palabra
dada, preservó la confianza de los acuerdos y los negocios. Se
hablaba incluso de “la seriedad comercial” que se nos antoja hoy
una antinomia. Cómo puede ser serio un comerciante. Pero entonces
la seriedad era como un sacramento, mientra ahora “todo tiene
precio”. Y ahí está la raíz de la Crisis. Nada tiene más
valor que el dinero, que es el recurso postrero cuando no se cree en
nada. En 1936 --la última guerra romántica--, se vivió una
contienda wagneriana y sangrienta. Los líderes se reirían hoy de
esos planteamientos idealistas y poco prácticos.
Pasen la
mirada por los comerciantes avaros, los sinvergüenzas con fracasos
indemnizados, las Cajas traicionadas por políticos sin principios,
los estrategas del tránsfuguismo, los oscuros jueces estrella, los
diputados garrapatas afiliados/aferrados al partido y, en la cúpula,
gentes ejemplares como Carlos Dívar, con el ropón pringado de
sopaboba.
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