Como jugar
a “las tabas” --ocupación de noble ascendencia romana--, que
consistía en lanzar los astrágalos del cordero para determinar la
suerte de la partida según cómo caían los huesecillos, en según
qué época del año los niños jugábamos a la peonza --trompo,
perinola, pirindola, moninfla o peón--, que en Aragón llamábamos
con la palabra redonda, henchida, gorda, llena y barroca de
“galdrufa”. Y había de dos especies: la tartera y el tarúl.
La
parcelación de los juegos del año parecía trasunto de las labores
del campo y evitaba que cayésemos en el aburrimiento y la rutina.
Cambiábamos con los meses de preferencia lúdica y recorríamos la
época de las chapas, de los alfileres, las forcachas (tirachinas),
las pistolas de “ganchetas” con que desnudábamos las cortinas de
los comercios para usarlas de munición, las jeringas o “chiringas”
de caña con trapos anudados para impulsar el agua con mas fuerza y,
por supuesto, las galdrufas, que era el único juguete que no éramos
capaces de fabricar. Venían a “las mesetas” dominicales,
las tiendas de ultramarinos y el bazar, pintadas de vivos colores,
alternados con las betas originales de noble madera pulida. Pero, eso
sí, teníamos que contrapesarlas cuidadosamene como quien
afina un instrumento, porque el peso del tarugo de corazón de madera
prieta, no tenía la misma densidad en todas sus partes, y la
galdrufa cabeceaba, brincaba (“iba torrotroca”) o se
desequilibraba, y entonces resultaba muy difícil “dormirla”
para poder cogerla sobre la palma de la mano con garantías para
lanzarla contra las peonzas competidoras y matarlas.
Quiero
recordar el orgullo de los propietarios de una buena galdrufa que
fuera “pajeta” y rodara “a bonico”, y la
admiración que despertaban las pausadas “tarteras” de
carrasca y girar solemne y elegante, que eran los acorazados en
nuestras bélicas pedencias, debido a su mayor peso y su centro de
gravedad mas bajo, que las hacian dificilmente vulnerables a lo
ataques de los “tarules”, más ligeros, vivaces y
nerviosos pero mas inestables. Otros no tenían nada. Pero eran
felices porque no sabían qué era una crisis como el autor anónimo
de una coplilla de chicos que decía: “Ni tengo 'tarúl' / ni
tengo 'tartera' / prero tengo una / cordonadera”. O sea que el
muchacho del cuento se conformaba con tener el “zumbél”,
cordonadera o “encordonadera” que es tanto como tener algo tan
aparentemente inmaterial como la energía.
Evoco el
tarúl, la tartera y el onomatopéyico zumbél, porque veo que se
han puesto de moda entre los chicos unos tarules de plástico, con un
mecanismo para modificar el centro de gravedad, que permiten obtener
prestaciones casi profesionales. He visto incluso un programa de
acrobacia.
Lo malo es
que ahora las estaciones no limitan el juego para hacerlo más
apetecible, ocasional y misterioso. Los niños ya no aprenderán que
en la vida, como en el amor, lo mejor es lo deseado
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