lunes, 24 de junio de 2013

JAVIER TOMEO


Nos conocimos según creo recordar en la sucursal de Ibercaja de Plaza de Cataluña en Barcelona, puede que de la mano de Jesús Vived Mairal que lo ha sabido siempre todo de nuestra gente y de otras muchas cosas, y se ha dedicado a anudar relaciones y promover sinergias “ad majorem Aragoniae gloriam”. A partir de aquel día nos vimos con moderada frecuencia, siempre entrando o saliendo apresuradamente en el banco.
Javier, Jesús y yo participábamos de la ingenua ilusión de hacer algo por nuestra tierra, guardando allí nuestras monedas. Pero si Jesús no podía confundirse con un ingenuo, con sus dos o tres licenciaturas, su vitola de organista y musicologo, y su amplia obra critica y biográfica, con quien menos se hubiera atrevido a bromear un extraño habría sido con Javier, aquel escritor de faz tallada a pico como de troglodita, de monstruo afable --”Amado monstruo”-- y circunspecto pero tierno y bonachón, como la “aragonidad” gusta modelarlos. Javier Tomeo parecia hecho con el mismo barro y el gesto temible de Luis Buñuel y Francisco de Goya –Huesca, Teruel y Zaragoza--, confirmando la teoría de los aragoneses que me confió Jesús y que no voy a cometer la deslealtad de contarles a ustedes, aunque corremos el riesgo de que ya nadie la cuente.
Un día escribí a Javier hablando de cosas del oficio, asunto del que no suelen hablar más que los pedantes, pensando que me sería de alguna utilidad tratándose de él, y me contestó que habíamos de vernos un día porque era cuestión que requería reflexión, sindéresis y tiempo. Pero no encontramos nunca la ocasión. Tal vez ninguno la buscamos. Sospecho que pensaba de ello lo que yo mismo; algo que dijo con lúcida simplicidad Isidre Nonell –empadronado como él en Catauña--, en cierta ocasión que alguien quiso traducir a la razón sus sentimientos. “Jo pinto i prou”. Yo pinto y me basta.
Tomeo, como todos los geniales autistas desconcertantes, solitarios, surrealistas y sordos que crea “este terreno”, no se dejó morir de una enfermedad vulgar. Lo cogió por sorpresa una infeccion hospitalaria mientras estaban cuidándole de una ciática, un incordio de dolencia a la que nadie presta atención ni teme. Tomeo tenía el recio talante de doña Beatriz, una imperiosa dama que yo conocí, simpre perseguida por un médico solícito y atento que no podía entender el milagro de su pervivencia. “Mire doctor –le dijo un día--: yo no voy a morirme cuando usted quiera, sino cuando quiera yo, y tengo aún varias cosas que hacer”. Y murió meses despues de haber dejado arreglados varios lios de papeles, haberse despedido de unos nietos que vivían en ultramar y haber dejado de paso bien enterrado al doctor que vaticinaba su muerte.
Dios quiera que Javier me confíe ahora su secreto y Jesús publique su teoría sobre los aragoneses.

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