Nos
conocimos según creo recordar en la sucursal de Ibercaja de Plaza de
Cataluña en Barcelona, puede que de la mano de Jesús Vived Mairal
que lo ha sabido siempre todo de nuestra gente y de otras muchas
cosas, y se ha dedicado a anudar relaciones y promover sinergias “ad
majorem Aragoniae gloriam”. A partir de
aquel día nos vimos con moderada frecuencia, siempre entrando o
saliendo apresuradamente en el banco.
Javier,
Jesús y yo participábamos de la ingenua ilusión de hacer algo por
nuestra tierra, guardando allí nuestras monedas. Pero si Jesús no
podía confundirse con un ingenuo, con sus dos o tres licenciaturas,
su vitola de organista y musicologo, y su amplia obra critica y
biográfica, con quien menos se hubiera atrevido a bromear un extraño
habría sido con Javier, aquel escritor de faz tallada a pico como de
troglodita, de monstruo afable --”Amado
monstruo”-- y circunspecto pero tierno y
bonachón, como la “aragonidad” gusta modelarlos. Javier Tomeo
parecia hecho con el mismo barro y el gesto temible de Luis Buñuel y
Francisco de Goya –Huesca, Teruel y Zaragoza--, confirmando la
teoría de los aragoneses que me confió Jesús y que no voy a
cometer la deslealtad de contarles a ustedes, aunque corremos el
riesgo de que ya nadie la cuente.
Un día
escribí a Javier hablando de cosas del oficio, asunto del que no
suelen hablar más que los pedantes, pensando que me sería de alguna
utilidad tratándose de él, y me contestó que habíamos de vernos
un día porque era cuestión que requería reflexión, sindéresis y
tiempo. Pero no encontramos nunca la ocasión. Tal vez ninguno la
buscamos. Sospecho que pensaba de ello lo que yo mismo; algo que dijo
con lúcida simplicidad Isidre Nonell –empadronado como él en
Catauña--, en cierta ocasión que alguien quiso traducir a la razón
sus sentimientos. “Jo pinto i prou”. Yo
pinto y me basta.
Tomeo,
como todos los geniales autistas desconcertantes, solitarios,
surrealistas y sordos que crea “este terreno”, no se dejó morir
de una enfermedad vulgar. Lo cogió por sorpresa una infeccion
hospitalaria mientras estaban cuidándole de una ciática, un
incordio de dolencia a la que nadie presta atención ni teme. Tomeo
tenía el recio talante de doña Beatriz, una imperiosa dama que yo
conocí, simpre perseguida por un médico solícito y atento que no
podía entender el milagro de su pervivencia. “Mire
doctor –le
dijo un día--: yo no voy a morirme
cuando usted quiera, sino cuando quiera yo, y tengo aún varias cosas
que hacer”.
Y murió meses despues de haber dejado arreglados varios lios de
papeles, haberse despedido de unos nietos que vivían en ultramar y
haber dejado de paso bien enterrado al doctor que vaticinaba su
muerte.
Dios
quiera que Javier me confíe ahora su secreto y Jesús publique su
teoría sobre los aragoneses.
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