Decía el
pueblo tras la jura de Santa Gadea que le costo el destierro al Cid,
una frase con que se ha glosado la excelencia de nuestro pueblo y la
distancia que a veces media entre él y los poderosos: “Dios,
qué buen vassallo si oviera buen señor”.
Es lo que
se siente cuando este 25 de julio, día de Santiago, nos despertamos
conmovidos por el tremendo accidente ferroviario de anoche al
atardecer en Angrois, a las afueras de Santiago de Compostela, con un
tren Alvia procedente de Madrid.
En la tarde
de la víspera, nuestra gente llana dió testimonio de su generosidad
y su calidad humana, como lo hizo durante la crisis del “chapapote”
por el naufragio del petrolero “Prestige” años antes, sin
necesidad de que nadie demandase ayuda. No caeré en la complacencia
de sugerir que seamos mejores que nadie, pero aquí nadie se escuda
en que no está autorizado, no está cualificado o no está
especializado para socorrer a un herido, que son excusas de “gente
civilizada”.
No es
precisa preparación alguna para asír una mano necesitada de apoyo,
hacer una caricia, regalar un beso, musitar una palabra de consuelo y
comunicar una pizca de esperanza, aun a costa de mentir, a quien cree
haber llegado al último tramo del camino. No hace falta más que
echarse a los hombros el miedo ajeno asumido como propio, que pienso
que debe ser lo que los curas llaman “compartir la cruz”.
No pretendo
hacer una homilía ni otorgarme ningún merito, porque carezco de esa
heróica presencia de ánimo que admiro en nuestra gente, aunque la
valore como una muestra sublime de desprendimiento y una prueba del
más puro amor otorgado sin buscar ni esperar correspondencia ni
compensación alguna. Tampoco es preciso el contacto material si se
carece de ánimo, pero es inexcusable el auxilio activo. Yo me
reprocho la cobardía de un atardecer camino de la costa, cuando un
turismo y un camión se confundieron en un amasijo de hierros. Me
orillé y eche a correr hacia el conductor que yacia en el suelo
junto a la puerta desgajada, y no pude llegar una y otra vez. Pero
fui capaz de penerme en la linea continua agitanto los brazos para
que se detuviese alguien, mientras los coches pasaban a mi lado. Y
cuando lo logré, salí sollozando hasta el próximo pueblo para
pedir ayuda a la Guardia Civil.
En estas
situaciones, todos podemos aprender. Hasta don Mariano Rajoy, que
está suprimiendo camas, amortizando médicos y licenciando bomberos
como los que acudieron ayer sin reparar en que estaban francos de
servicio. A los que habría que jubilar es a los empleados sin empleo
de las distintas Administraciones. Aunque sean del PP, don Mariano.
“Dios,
que buen vassallo...”
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