miércoles, 14 de mayo de 2014

TRADICIONES DESVIRTUADAS


Desconocía que Hijar fuese a importar el turiasonense Cipotegato, ya que la noble villa de Íxar posée tradiciones más suyas de las que ahora pretende imitar, aunque no resulten tan pintorescas, vistosas y televisivas. Y dudo de que nuestro Jardiel Poncela, el más ilustre e hilarante de los dramaturgos de lo absurdo, el surrealismo y el humor, hijo del hijarano Enrique Jardiel Agustín, matemático, latinista, y a su vez periodista como él además de hijarano estival, de fiesta y vacaciones, no hubiera preferido arriesgarse con la fantasía, a imitar una costumbre ajena como cuando aún vinculado a sus raices leyó su primera novela “Mondalud de Brievas” con solo diez años, en el huerto familiar. 
 
Quien esté dispuesto a vender su alma a la efímera gloria del turismo, le haría bien comprender que, cuando imitemos todos lo mismo o elijamos mal, ya no interesaremos a nadie. Es lo que sucede cuando se zurcen añadidos y alguien convierte a los celadores del Dragón de Alcañiz en monjes de Calatrava ignorando la enemistad que enfrentaba a un pueblo de realengo administrado por el propio Rey, con los frailes que querían reducirla a señorío propio. 
 
Por lo demás, basta comparar la copiosa bibliografía que documenta la tradición de Tarazona con la carencia de testimonios escritos en el Bajo Aragón. Aunque algunos copiasen la fiesta antes de la Guerra Civil, no es mas que una impregnación mimética y reciente de una costumbre sin arraigo propio
Lo digo además –y nadie se ofenda porque no es mi propósito-- por la falta de justificación del hecho en sí, que tiene fundamento en un rito bajomedieval de la cabecera del Moncayo, como una “ordalía” o Juicio de Dios, que era una práctica mágico-religiosa muy común entre los siglos X al XIII. Así es que cuando se deseaba determinar la culpabilidad de un individuo, los jueces sometían al reo, si lo aceptaba, al Juicio de Dios, a través de la inmersión en líquido, a la prueba del agua hirviente, la del fuego, la de los hierros o guanteletes al rojo vivo, o pisando las brasas de una fogata, de donde proviene la fiesta de San Pedro Manrique (Soria) en que los jóvenes ejecutan todavía el rito del “Paso del Fuego” sobre las brasas incandescentes. El que no se ahogaba, no se escaldaba o no se quemaba era porque Dios lo justificaba
El Cipotegato era un Juicio de Dios consistente en lapidar a un reo --como ahora los musulmanes de “la sharia”--, pero dándole opciones a huir si sobrevivía a la prueba, porque entendían que si salía indemne era por voluntad de Dios. Luego, cuando el tiempo olvidó el significado, se dulcificó la tradición y se sustituyeron las piedras por tomates. Esa fue la raíz.

Ya ven ahora cuál es el origen de la “Moixeranga” (mojiganga en el Siglo de Oro) de Algemesí y de ese reciente invento de "La Tomatina" de Bunyol, tan celebrada ahora por los falsificadores. 
 
Sucede como con la atribución de los "Castells" catalanes a los de Valls, imitados después por los de El Vendrell, cuando su origen se inspira en la erección de las torres humanas en Tauste. Nadie lejos de Aragón sabe por qué se encaraman unos hombres en sus camaradas hasta lo alto, sin otro propósito. Los nativos, sí. Para los de Tauste supone la culminación y el ápice de su procesión más solemne, tras el esfuerzo de ascender hasta la Virgen de Sancho Abarca después de fatigados de danzar por las calles, para rendir homenaje a la reina del cielo. Ponerse a trepar por la anatomía de un feligrés, a palo seco, sin un por qué, ni un antes y un después, no tendría explicación para un taustano.

Ahí es donde cobran significación y sentido la secuencia de la lapidación ahora incruenta del Cipotegato de Tarazona como “ordalía”, y el fatigante sacrificio mortificatorio de los danzantes de Tauste, que ascienden a la cúspide despues del “paloteao”, arriesgando en ocasiones su integridad o su vida, sin que deje de sonar la música mientras trenzan los castillos sin perder el equilibrio, el ritmo y la cadencia, hasta construir la torre humana y culminar el baile cuando un niño, más ligero y liviano –al que llaman en Valls el “anxeneta” y aquí no tiene nombre-- sube a lo más alto hasta alcanzar a la Virgen. Solo los taustanos, que conocen la medieval Contradanza de Cetina, estan en el secreto de los sitios o plazas conquistados, tales como la torre de Cucuño, la de Caballos, San Miguel, y la de Pulso, que es la más difícil, ya que es la más alta y la que requiere más trabajo previo. 
 
Pero las cosas son de quienes les ponen nombre y los aragoneses parecen despreciar esa aparente minucia. Por eso “Els Xiquets” o “Castellers” tienen nombre y cada tipo de “Castell” su denominación, y los danzantes y las torres de Tauste no; por eso los valencianos han puesto nombre a la “Moixeranga” y la “Tomatina”, y los aragoneses no atribuyen nombre a esa actividad aunque por lo menos hayan bautizado al reo. Y por eso en algunos lugares nombran a las procesiones de tambores como “Tamboradas”, “Tamborradas” o de mil modos distintos, y en Aragón nos limitamos a llamarlos “los tambores” simplemente, como si temiésemos hacerlos nuestros. Un día me referí a esta rara manía y en alguna ocasión convendrá que nos ocupemos de ella. Se trata de un fenómeno que yo bautice en “Siete ensayos aragoneses y un apócrifo” –y no lo juzguen una autocita complacida-- como “logofobia” y es consecuencia de un desarraigo que nos está llevando hasta la disolución por pura inseguridad, pues nos parece más fiable y prestigioso lo foráneo que lo autóctono. Y ello hasta el extremo de llamar tercerol a nuestra “caperuza rizada” de Semana Santa del siglo XVII, e Injerto (“impelt” en catalán) a la nativa “oliva Vera” que se ha considerado desde siempre como la que produce el aceite más puro y de mejores caracteristicas organolepticas del mundo. 
 
Habremos de ir al psiquiatra.

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