Desconocía que Hijar fuese a importar el turiasonense Cipotegato,
ya que la noble villa de Íxar posée tradiciones más suyas de las
que ahora pretende imitar, aunque no resulten tan pintorescas,
vistosas y televisivas. Y dudo de que nuestro Jardiel Poncela, el más
ilustre e hilarante de los dramaturgos de lo absurdo, el surrealismo
y el humor, hijo del hijarano Enrique Jardiel Agustín, matemático,
latinista, y a su vez periodista como él además de hijarano
estival, de fiesta y vacaciones, no hubiera preferido arriesgarse con
la fantasía, a imitar una costumbre ajena como cuando aún vinculado
a sus raices leyó su primera novela “Mondalud de
Brievas” con solo diez años,
en el huerto familiar.
Quien esté
dispuesto a vender su alma a la efímera gloria del turismo, le
haría bien comprender que, cuando imitemos todos lo
mismo o elijamos mal, ya no interesaremos a nadie. Es lo que sucede
cuando se zurcen añadidos y alguien convierte a los celadores del
Dragón de Alcañiz en monjes de Calatrava ignorando la enemistad
que enfrentaba a un pueblo de realengo administrado por
el propio Rey, con
los frailes que querían reducirla a señorío propio.
Por lo
demás, basta comparar la copiosa bibliografía que documenta la
tradición de Tarazona con la carencia de testimonios escritos en el
Bajo Aragón. Aunque algunos copiasen la fiesta antes de la Guerra
Civil, no es mas que una impregnación mimética y reciente de una
costumbre sin
arraigo propio.
Lo digo además –y nadie se ofenda
porque no es mi propósito-- por la falta de justificación del
hecho en sí, que tiene fundamento en un rito bajomedieval de la
cabecera del Moncayo, como una “ordalía” o Juicio de
Dios, que era una práctica mágico-religiosa muy común entre los
siglos X al XIII. Así es que cuando se deseaba determinar la
culpabilidad
de un individuo, los jueces sometían al reo, si lo aceptaba, al
Juicio de Dios, a través de la inmersión en líquido, a
la prueba del agua hirviente, la del fuego, la de los
hierros o guanteletes al rojo vivo, o pisando las brasas de una
fogata, de donde proviene la fiesta de San Pedro Manrique (Soria) en
que los jóvenes ejecutan todavía el
rito del “Paso del Fuego” sobre las brasas
incandescentes. El que no se ahogaba, no se escaldaba o no se quemaba
era porque Dios lo justificaba.
El Cipotegato era un Juicio de Dios consistente en lapidar a un reo
--como ahora los musulmanes de “la sharia”--, pero dándole
opciones a huir si sobrevivía a la prueba, porque entendían que si
salía indemne era por voluntad de Dios. Luego, cuando el tiempo
olvidó el significado, se dulcificó la tradición y se sustituyeron
las piedras por tomates. Esa fue la raíz.
Ya ven
ahora cuál es el origen de la “Moixeranga” (mojiganga
en el Siglo de Oro) de Algemesí y de ese reciente invento de "La
Tomatina" de Bunyol, tan celebrada ahora por los
falsificadores.
Sucede
como con la atribución de los "Castells" catalanes a
los de Valls, imitados después por
los de El Vendrell, cuando su origen se inspira en la erección de
las torres humanas en Tauste. Nadie lejos de Aragón sabe por qué se
encaraman unos hombres en sus camaradas hasta lo alto, sin otro
propósito. Los nativos, sí. Para los de Tauste supone la
culminación y el ápice de su procesión más solemne, tras el
esfuerzo de ascender hasta la Virgen de Sancho Abarca después de
fatigados de danzar por las calles, para rendir homenaje a la reina
del cielo. Ponerse a trepar por la anatomía de un feligrés, a palo
seco, sin un por qué, ni un antes y un después, no tendría
explicación para un taustano.
Ahí
es donde cobran significación y sentido la secuencia de la
lapidación ahora incruenta del Cipotegato de Tarazona como
“ordalía”, y el fatigante sacrificio mortificatorio de los
danzantes de Tauste, que ascienden a la cúspide despues del
“paloteao”, arriesgando en ocasiones su integridad o su vida, sin
que deje de sonar la música mientras trenzan los castillos sin
perder el equilibrio, el ritmo y la cadencia, hasta construir
la torre humana y culminar el baile cuando un niño, más ligero y
liviano –al que llaman en Valls el “anxeneta”
y aquí no tiene nombre-- sube a lo más alto hasta alcanzar a la
Virgen. Solo los taustanos, que conocen la medieval Contradanza de
Cetina, estan en el secreto de los sitios o plazas conquistados,
tales como la torre de Cucuño, la de Caballos, San Miguel, y la de
Pulso, que es la más difícil, ya que es la más alta y la que
requiere más trabajo previo.
Pero
las cosas son de quienes les ponen nombre y los aragoneses parecen
despreciar esa aparente minucia. Por eso “Els
Xiquets” o “Castellers” tienen nombre y
cada tipo de “Castell”
su denominación, y los danzantes y las torres de Tauste no; por eso
los valencianos han puesto nombre a la “Moixeranga”
y la “Tomatina”, y
los aragoneses no atribuyen nombre a esa actividad aunque por lo
menos hayan bautizado al reo. Y por eso en algunos lugares nombran a
las procesiones de tambores como “Tamboradas”,
“Tamborradas”
o de mil modos distintos, y en Aragón nos limitamos a llamarlos “los
tambores” simplemente, como si temiésemos
hacerlos nuestros. Un día me referí a esta rara manía y en alguna
ocasión convendrá que nos ocupemos de ella. Se trata de un fenómeno
que yo bautice en “Siete ensayos aragoneses
y un apócrifo” –y no lo juzguen una
autocita complacida-- como “logofobia”
y es consecuencia de un desarraigo que nos está llevando hasta la
disolución por pura inseguridad, pues nos parece más fiable y
prestigioso lo foráneo que lo autóctono. Y ello hasta el extremo de
llamar tercerol a nuestra “caperuza rizada”
de Semana Santa del siglo XVII, e Injerto (“impelt” en catalán)
a la nativa “oliva Vera”
que se ha considerado desde siempre como la que produce el aceite más
puro y de mejores caracteristicas organolepticas del mundo.
Habremos
de ir al psiquiatra.
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